jueves, 23 de febrero de 2012

La Isla del Sol


Cuando, de buena mañana, hago el cambio de autobús en Puno, todavía en Perú, y veo por primera vez el lago Titicaca, me doy cuenta de lo mucho que estoy echando de menos el mar. A casi 4000 metros de altitud, la visión de esta gigantesca masa de agua dulce que Perú y Bolivia comparten, me parece una bella postal marina, que me da, por algún motivo, un gran consuelo.

Después de una polémica entrada en Bolivia, en que el autobús entero se amotinó contra los responsables de la agencia de viajes porque pretendían dejar a tres brasileños en la frontera, llegamos a Copacabana, a orillas bolivianas del Titicaca, desde donde salen los pequeños barcos hacia la Isla del Sol. Me subo en la parte de arriba de uno de ellos y, durante el trayecto, un americano más que entrado en años me cuenta que viene de Cusco donde se quedó a vivir hace un tiempo, después de unas vacaciones. No es el primero que me cuenta una historia así, y no me extraña, Cusco es un pequeño limbo donde es fácil quedar atrapado en un ensueño entre lo Inca y lo occidental. Yo misma casi adormezco en él, me salvó el frío.

Tenía tantas ganas de viajar en la parte descubierta de un barquito como este, que a pesar de que ya no me quedan biodraminas mágicas y voy con una bolsa de plástico en la mano por si acaso, no me mareo y disfruto de las maravillosas vistas iluminadas por un sol radiante, mientras el americano me cuenta su vida.

Del pequeño embarcadero de la zona sur de la isla parten unas empinadas escaleras de piedra flanqueadas por dos altas estatuas de un hombre y una mujer incas, que llevan a la cima, donde se encuentran los albergues y posadas. Cuando empiezo a subirlas, cargada con todo mi equipaje, unos niños se ofrecen a llevarme la mochila, a cambio de una propinilla. No quiero incurrir en la explotación infantil, así que declino la oferta. Pero unos 15 escalones más arriba estoy echando el corazón por la boca, me acuerdo de que la altitud afecta terriblemente mi capacidad pulmonar, así que, dándome toda clase de excusas, decido incurrir en la explotación infantil con el siguiente niño que me sale al paso. Aunque tengo la decencia, al menos, de no regatearle el precio. Tiene once años, es diminuto, la mochila abulta casi más que él, y me siento un poco culpable por lo que le voy preguntando a cada poco si está bien. Pero él parece no cansarse ni una pizca mientras yo, que cargo sólo una bolsa, no puedo con mi alma y el niño tiene que andar esperándome. Son otra raza esta gente del altiplano.

El albergue está casi en lo alto de la colina, y mi habitación, que no comparto con nadie, tiene unas fabulosas vistas al lago y a la Isla de la Luna, que está a unos kilómetros frente a la Isla del Sol. Según la mitología inca, aquí empezó todo, cuando el Sol y la Luna se encontraron. Sobra decir que el Sol representa lo masculino y la Luna lo femenino.

Una vez recupero el aliento, y siguiendo las indicaciones de la señora boliviana que trastea por el albergue, salgo a explorar la isla. Visito el Templo del Sol, tras media hora de sendero, y regreso a tiempo de acabar de subir la colina, con gran esfuerzo de mis pulmones aunque no voy cargada, e ir a ver la puesta de sol desde el lado oeste de la cima. Lo hago en la terraza de un barecito, acompañada de una cerveza, y añorando mucho la presencia de Natalia, que hubiese alucinado tanto como yo con este espectacular ocaso. El efecto de la cerveza, que a esta altitud sube más, como cuando vas en avión, hace que me ponga un poco sensiblera, así que me sacudo la tristeza y entro a cenar en el bar.

Allí conozco a Rachel, una chica suiza que también viaja sola y que, como yo, trabajó en un crucero, lo cual nos da tema de conversación para toda la cena y un rato más. Rachel llegó hoy y se va mañana, como mucha gente que visita la isla, incluso algunos vienen sólo a pasar el día. Yo he reservado tres noches en el albergue, ya que necesito un poco de calma después de Cusco. Y además, tengo la regla y no quiero mucho trote estos días.

A propósito de mi menstruación, esta está siendo más profusa de lo habitual, lo cual podría explicarse quizás por el hecho de que al estar a más altitud, mi cuerpo ha generado más glóbulos rojos para optimizar el transporte de oxígeno. Pero yo creo que es una cuestión totalmente energética, puesto que se da una peculiar sincronicidad este mes: es casi luna llena, tengo frente a mi ventana la Isla de la Luna, y estoy en la Isla del Sol, que por lo visto es el segundo chacra de la Tierra (aquel que regula las menstruaciones, la creatividad y el reracionamiento de pareja). Necesariamente tanta coincidencia tiene que significar algo y haber afectado mi ciclo menstrual. Como además mañana es Viernes, día de Venus, decido que realizaré un pequeño ritual privado, ya que dispongo de privacidad en la habitación.

A la mañana siguiente me despierto con las luces del amanecer, espectáculo al que asisto, envuelta en una manta, a través de mis privilegiadas ventanas, y vuelvo de nuevo a la cama a esperar a que pongan los caminos en la isla, ya que hoy me dispongo a recorrer el sendero que lleva de la parte sur, donde estoy, a la zona norte, por la cima de la colina, para regresar por la tarde por un sendero que bordea el mar. Unas siete horas de caminata en total, me apetece. Salgo casi a las diez, es un día radiante de nuevo, y tal y como voy caminando, voy sintiendo como me invade la euforia. Ciertamente necesitaba ver agua en grandes cantidades, y necesitaba una caminata larga y tranquila a solas. El sol, que brilla sin interferencias de ninguna nube, también ayuda, y puedo notar, en un día como hoy en que estoy más sensible, la energía de la Pacha Mama, o Madre Tierra, bajo mis pies. Tierra, fuego y agua, que es lo que al fin y al cabo representan los tres elementos de la transformación alquímica, la sal, el azufre y el mercurio respectivamente. Intento, conscientemente absorber esta energía, y colmarme de ella hasta rebosar.

El paseo también invita a la reflexión, y pongo en orden mis ideas, un poco desbaratadas estos últimos días con tantas emociones en Cusco y el Machupichu. Llego al otro extremo de la isla, donde a través de unas ruinas voy a parar a una playa arenosa. Hace frío y no da para bañarme, pero sí para mojarme los pies en este elemento, el agua, que definitivamente quiero tener en mi vida. La playa está desierta excepto por una pareja que parece haber pasado la noche allí, acampados. Puedo imaginar lo romántico que debe ser, sobretodo porque, con el frío que hace aquí por la noche, no queda otra que dormir abrazadísimos.

Delante de la Roca Sagrada, al volver de la playa, me topo con un Chamán que por el módico precio de 10 bolivianos (1,20€ aproximadamente) te da una bendición personalizada. Que me llamen supersticiosa, pero esto no me lo pierdo. Así que, sentada en una silla de piedra recibo la bendición del chamán, el cual recita sus rezos entre los que se intercala mi nombre, “España” y “2012”, mientras con una flor mojada con agua del Titicaca, golpea suavemente mi cabeza. Luego sujeta mis manos y me desea buena suerte. Lugar místico donde los haya, esta Isla del Sol.

Doy cuenta de un bocadillo de huevo y unas patatas fritas en el pequeño centro “urbano” sin asfaltar de la zona norte, en cuyas playas, acampados, se concentra una muchachada predominantemente argentina, y donde probablemente se llevó a cabo la “rave” de fin de año, a la que vinieron nuestros amigos de Uyuni. Seguro que fue un fiestón, pero la verdad, profanar este lugar convirtiéndolo en una discoteca me parece sacrílego. Para eso está Cusco.

Tardo menos de lo previsto en hacer el camino de regreso, a lo largo del sendero que bordea la costa este de la isla, sobretodo porque un inesperado y violento retortijón me hace recorrer los últimos kilómetros en un tiempo record hasta llegar al baño del albergue justo a tiempo de evitar una bochornosa catástrofe. Y así comienza un desarreglo intestinal que me va a durar unos días.

Cae la noche, una luna rebosante ilumina el lago por encima de la isla que lleva su nombre, y yo preparo un pequeño altar para mi ritual con una imagen de Venus que siempre me acompaña (junto con la de Lakshmi y la de Hygeia), un pedazo de sal de Uyuni, una piedra verde que he recogido hoy en el camino, una figura representando al amor, que compré en el salar, y una vela. Y en mi cuello pende un colgante representando a la Pacha Mama que me regaló Natalia. Me encomiendo a Venus, a la Madre Tierra, a la Isla de la Luna y a la Isla del Sol, segundo chacra de este planeta, a la Luna misma y a toda la energía del Universo. Y esta misma noche, sueño que tengo un bebé.

2 comentarios:

  1. Una de les coses que em vaig quedar amb ganes de fer al Titicaca és fer nit a les illes (jo només vaig anar a Taquile, però pel que descrius és igual que l'illa del Sol).
    Pel que em van dir, les estatues del home i la dona inques representen a Inti (Sol) i Mama Quilla (Lluna) i hi son per tot arreu.
    Tens raó, ens hem d'organitzar per poder anar tots junts la propera vegada.
    ...
    A veure si els teus somnis son premonitoris... jejeje... si és així, somia amb que jo tinc molts diners!!! (en veritat em conformo amb feina i un sou... jejeje)

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    1. Ignasi! La visita conjunta està més que pendent, serà genial. I lo dels somnis, tant de bo pogués controlar-los. Però no pateixis perque li demano cada nit a l'Univers que il·lumini el teu camí, desde fa temps. Una abraçada!

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