miércoles, 14 de diciembre de 2011

Chapada Diamantina

Siete horas de bus separan Salvador de Bahía de Palmeiras, en la Chapada Diamantina, donde nos esperan unos jeeps que nos llevan a Capao por una carretera sin asfaltar. Llegamos de madrugada y la plaza donde se supone que me tiene que estar esperando el guía, está desierta, así que desayuno en un barecito que encuentro abierto, y espero a que el pueblo despierte.

Helena, mi contacto en Capao, y con quien paso el primer día, me pone al corriente de la historia del lugar. Desde que la Chapada Diamantina se declarase parque nacional, la explotación de diamantes, forma de vida tradicional de los nativos, quedó prohibida y substituida por la explotación turística. Esto potenció la proliferación de pequeños hoteles y posadas en los pueblos de la zona, como Capao, así como el desarrollo de un colectivo de "conductores de visitantes" o guías de montaña, generalmente compuesto por jóvenes de ciudades brasileñas, más que nativos de la Chapada, que se asentaron en estos pueblos e hicieron de esta actividad parte de su forma de vida. El cultivo masivo de frutas y verduras quedó también prohibido, aunque hay quien sigue teniendo su pequeño huerto para auto-abastecimiento y para vender en los mercados locales. Y todavía queda algún viejo buscador de diamantes que hace caso omiso de las prohibiciones y sigue bajando estas piedras preciosas de las fabulosas montañas, lo que supone también un cierto tráfico, todavía, de estos minerales. Me entero, además, de que el mayor diamante del mundo fue encontrado aquí, y fue usado para las excavaciones del canal de Panamá.

Un par de días después, salgo en una excursión hacia el Valle do Paty. Van a ser cuatro días y tres noches, dormiremos un día en casa de nativos y dos acamparemos. El precio me parece exagerado, y me paso catorce pueblos del presupuesto. Tan sólo el transporte hasta el punto de partida de la caminata me cuesta más que un billete de avión de Salvador a Sao Paulo. Pero me digo que no puedo dejar de hacer la excursión, ya que estoy aquí, y que sin guía y sin coche es imposible hacerla. Así que asumo mi condición de turista "gringa", y pago el precio por ello. Más tarde, averiguaré que había una forma más económica de hacer esto, y con un colectivo más afín a mi, ya que organizan excursiones en grupo combinadas con prácticas de yoga y actividades de este tipo. Pero para entonces, ya habré vuelto del Paty.

Mis expectativas para esta experiencia, de ver parajes hermosos y de exorcizar mis demonios a base de esfuerzo físico, están a punto de cumplirse con creces.

Este valle es un paraíso natural de sobrecogedores paisajes. El "cachoeirao", gigantesca cascada que vemos desde su cima al final del primer día, me impacta no sólo visual sino físicamente también. Siento cómo se me encoge el pecho de respeto y admiración mientras observo su vertiginosa caída, tumbada en una piedra que se asoma, arriesgada, como un balcón a la boca del valle. Delante, majestuosas montañas se abren a los lados para formar la cuenca por dónde se desliza el agua.

Un baño en una pequeña cascada, escondida tras una enorme roca de cuarzo rosa, me repone los niveles de energía, que tengo en números rojos, tras la tremenda caminata.

La cima del "morro do castelo" me ofrece la privilegiada visión de un pájaro, de este conjunto de montañas de peculiar silueta, que un día fueran apenas islas de un mar.

Numerosos y abundantes ríos se van cruzando en el camino, ofreciéndonos agua de color café (por los taninos, según el guía) pero purísima, y de la cual bebemos, además de recodos de piedras llanas donde reposar e incluso bañarnos.

Y la comida (¡vegetariana!) de los nativos que regentan nuestro alojamiento de la segunda noche, empata sin ningún esfuerzo y con muy limitados recursos, el menú del restaurante biológico más reputado de Barcelona.

Por otro lado, los demonios que he venido a encarar no tardan en manifestarse y materializarse. Mi relación con el dinero, saneada estos últimos años, me propone un mayor reto: confiar en que la abundancia va a seguir fluyendo hacia mí, a pesar de que en estos momento no tengo ninguna fuente de ingresos, ni se cuándo la tendré de nuevo, me he comido el presupuesto de dos semanas de viaje en tres días con esta excursión, y además, el guía no repara en gastos y pasa de acampar ninguna noche (al contrario de lo acordado), con lo cual tengo que pagar alojamiento extra, que no es mucho, pero va aumentando mi déficit. Todo esto me fuerza a buscar fe donde no la tengo, y a confiar en que me recuperaré en otro momento del viaje. Pero también me sirve para darme cuenta de que mi reconciliación con el dinero es relativa y que es un tema que tengo que seguir trabajando.

Otro demonio llamado "incomunicación" me asalta en un recodo. Quisiera encarar al guía y decirle cuatro cosas que no me están gustando, pero no me atrevo. Me digo a mí misma que no es prudente cabrearlo porque si me deja tirada estoy perdida. Aunque en realidad, es más que eso, ya que no creo que me abandone en medio de la montaña, simplemente me violenta encararlo y, además, no creo que sirva de nada. En los últimos tiempos he hecho un esfuerzo por comunicarme en los conflictos, cuando he considerado que valía la pena, y ello me ha hecho sentir bien conmigo misma por la dificultad que esto ha supuesto siempre para mí. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que hablar las cosas no siempre las resuelve. Pienso que, más que palabras, se necesitan estrategias para resolver las situaciones, porque las personas escuchamos muy poco y a menudo adaptamos lo que oímos a nuestras propias creencias, con lo cual, pocas veces hay un intercambio verdadero de impresiones. Por ello, hay que pasar a la acción. Lo que sucede es que me he puesto, sin darme cuenta, en una situación de total dependencia, y mi estrategia habitual (para cuando no creo que el otro se atenga a razones), que es la de largarme con viento fresco, aquí no sirve. Me doy cuenta de que en realidad no estoy enfadada con el guía, ni con el morro que le está echando a todo, ni con sus comentarios homófobos, ni con que cuestione mi vegetarianismo, ni con su inonsistente discurso ambientalista, ni con que ponga verdes por detrás a todos los otros guías que nos encontramos en el camino. Me importa un pito el guía, lo que no aguanto es que mi supervivencia estos días dependa de un hombre como este. Empiezo a asociar todo esto con mi aversión al patriarcado y me asusta la sospecha de que en realidad sea un poco andromisa. Y no tengo un plan B para salirme de esta. Simplemente, debía haber planeado mejor la excursión pero, ¿no era a mí que me gustaba improvisar en los viajes?

Finalmente concluyo que las cosas pasan por un motivo y que no me queda otra que aceptar algunas circunstancias tal y como son. El último día, en que mi desagrado por sus comentarios es ya muy obvio, el guía decide caminar en silencio, lo cual agradezco y consigo, al fín, disfrutar del paisaje. Sin embargo, la caminata de hoy es bien ardua, veintisiete kilómetros de montaña embarrada, mis piernas son todo dolor, se me clava una uña del pie (que debía haber cortado y que probablemente perderé) a cada paso, y siento por momentos que no me va a dar la energía. Además el guía no muestra compasión y me dice que tenemos que caminar más rápido o llegaremos de noche. No discuto y, para ahuyentar mis malos deseos hacia el guía y toda su familia, me concentro en el paisaje emborronado por la niebla, y en las bocanadas de aire fresco que engullo antes de abandonar este increíble valle, porque no se cuándo volveré a disponer de tanto oxígeno, y en el dolor de mis piernas, y en la uña clavándose, y todo ello es como una meditación que sólo me permite percibir el momento presente y pasar de los demonios que, al fin y al cabo, es lo que vine a hacer.

Un coche nos recoge en un pueblo al que llegamos de tarde, le pido al conductor que me deje en la calle principal de Capao, y me despido del guía de manera escueta. Creo que al final su actitud zen se ha ido al cuerno y he conseguido cabrearle. Pobre, en el fondo me sabe mal, ha sido víctima de mis demonios. Pero es lo que tiene, supongo, andar con turistas gringas paranoicas como yo por la montaña. Será por eso que son tan caras estas excursiones.

Me otorgo dos días de descanso en un pequeño hostal de comida vegetariana, que se me antoja un oasis, después de mis andanzas por el paradisíaco infierno del Valle del Paty. Ceno con un grupo de mallorquines que paran por aquí, escribo, duermo, me entrevisto con Cristian, sanador ayurvédico que me proporciona interesante contenido para un post en mi blog de terapias www.terapiesannaorench.blogspot.com y paso la última noche charlando con Suely, dueña de la creperie donde me hospedo. Si hubiese cajero en Capao me quedaba un día más, se está muy bien aquí. Pero no es el caso, así que de madrugada, tal y como llegué, dejo este rincón perdido, y en él se queda algún que otro demonio mío. Lo veo despeñarse por el abismo del "cachoeirao", hasta estrellarse, hundirse y desaparecer en sus aguas color café.