martes, 10 de abril de 2012

Santa Cruz


A las siete de la mañana, con las calles recién puestas y los negocios todavía cerrados, Santa Cruz me intimida un poco. Seguramente esté sugestionada por lo que algunas malas lenguas me contaron sobre la peligrosidad de esta ciudad ya que, tal y como la recorro, mochila a cuestas, buscando el albergue, me parece muy linda y tranquila, no tanto como Sucre, pero con una peculiar combinación de edificios que la debaten entre lo moderno y lo colonial. Después de una restauradora siesta matutina (deliciosa modalidad), salgo a explorarla, y a esta hora, mediodía, no hay nada en ella que pueda asustarme. Al contrario, su cálido clima me abraza, confortándome después de todo el frío pasado aquí en Bolivia.

Tengo pensado dedicarle tan sólo un par de días a Santa Cruz, antes de subirme al tren que me llevará a la frontera con Brasil, y mi plan se confirma cuando en la oficina de turismo me informan que ni excursiones ni visitas a minas o volcanes se organizan desde aquí. Lo más típico es desplazarse hasta Vallegrande para visitar la tumba del Che, pero eso implica un viaje de varios días, hasta Samaipata y luego buscar un grupo allí. Todo esto explica que tan sólo haya tres albergues de mochileros en toda la ciudad: uno muy lejos del centro, otro, en el que estoy yo, que en realidad es una pensioncilla, y otro, muy bonito, cerca de la Plaza 24 de Septiembre de puro estilo colonial, que fue el primer hotel de la ciudad. Este es casi tres veces más caro que el que me aloja esta noche, pero me digo que quiero despedirme de Bolivia a lo grande, y decido trasladarme allí al día siguiente.

Llego justo después del desayuno, me instalo y exploro este acogedor lugar. Para mi alegría, me encuentro por primera vez en muchas semanas con un lavabo y ducha como yo los entiendo. La cisterna funciona, hay papel, hay pestillo, y está muy limpio. Gloria bendita después de tanto tiempo haciendo malabarismos en los diferentes servicios, en mejores o peores condiciones, que he usado últimamente.

Pero la mayor sorpresa me la da un hermoso y colorido tucán vivo, que merodea por el patio, y el que si se le acaricia el plumaje azul bajo el pico, se encarama en tu brazo. Me asusta un poco su enorme y sólido pico amarillo, pero un chico español que juega con él, me asegura que no es agresivo. Hago migas con Simón, el tucán, y posamos juntos ante la cámara para inmortalizar nuestra amistad.

En este albergue-oasis, me encuentro además con otro personaje interesante. Se trata de una chica argentina con la que comparto dormitorio, y que está pasando aquí unos días antes de encontrarse con su novio para ir juntos a Samaipata Es pintora, trabaja también con arte-terapia y eso nos da terreno común sobre el que hablar durante un buen rato. Tiene una aura muy femenino y tranquilo, esta chica, no habla demasiado, pero lo que dice es contundente, y mientras preparo la cena para las dos (soy una persona generosa, pero además tengo que gastar la comida que me queda), ella me compensa enseñándome los pases básicos del masaje Metamórfico (asociado a la reflexoterapia podal) en un plis. Charlamos y le pregunto si vive con su novio. Me dice que no, que le gusta despertarse sola, y que además, trabaja en su casa pintando, y necesita su espacio. Me lo dice sin triunfalismos de chica independiente, sino con la calma que la caracteriza. Me acuerdo de mi reciente experiencia en Sucre en el terreno amoroso, y del aprendizaje que supuso en cuanto a no perder el norte por nadie, y miro a esta chica tan Yin delante de mí, contándome lo mismo con una dulce sonrisa, como un ejemplo viviente que me manda el Universo para que vea lo que la teoría del libro puede ser en la práctica.

Ayer, cuando exploré la ciudad, descubrí que esta tiene una interesante oferta cultural. Fui a un par de exposiciones en el Centro de Cultura Contemporánea, y a otra en la calle,  fui al cine, y me invitaron a la presentación de un libro hoy, pero no podré ir porque a la misma hora, en el patio de un barecito hacen cine a la fresca. Mi amiga argentina se apunta y vamos las dos a ver la peli, se trata de “El niño del pijama de rayas”. Menos mal que me sabía el final, aunque no la había visto, porque es un considerable drama sobre el holocausto Nazi. Las películas sobre este tema siempre me han resultado particularmente dolorosas, hasta el punto de que tardé años en ver “La lista de Schlinder” después de su estreno, y no he querido ver nunca “La vida es bella”, aunque todos dicen que es muy buena. Pero hoy no tenemos alternativa y vemos esta adaptación al cine de la homónima novela. Salimos de allí con el pecho encogido, y sólo la bonita noche de Santa Cruz consigue cambiarnos un poco el humor antes de acostarnos. 

A la mañana siguiente, muy temprano, un barullo de gente nos despierta. Oigo a mi amiga abrir la puerta de la habitación, que da al patio, para pedir a los de afuera que se callen, pero no funciona. Así que, al cabo de unos minutos, me levanto yo, y les pido de nuevo a quién quiera que sea esta gente, que por favor bajen el tono de voz, que estamos durmiendo. Pero no tengo más suerte, y el jaleo continúa un buen rato. Es más, los oímos desayunar, aunque no es la hora todavía, hablar, reír, deambular arriba y abajo por el patio, hasta que bastante más tarde, se hace el silencio. Cuando nos levantamos nosotras, de mal humor, los trabajadores del albergue nos dicen que son un grupo de israelitas, que han llegado temprano.

Ya me he topado con varios grupos de israelitas a lo largo del viaje. Se distinguen fácilmente, ya que viajan en comitivas numerosas, son jóvenes, altos, delgados, modernos y muy guapos. Cuando los veo en las estaciones, sentados en grupo esperando el bus, me parece que estén posando para un anuncio de Tommy. Pero también les distingue su arrogancia, y una actitud de triunfadores diferente a la de los porteños (habitantes de Buenos Aires, que también tienen fama de guapos y de creídos), ya que estos últimos siempre tienen un punto simpático y guasón. Los he visto negociar abusivamente con los bolivianos (que son lo opuesto a ellos) y su actitud de comerse el mundo me asusta un poco, porque apuesto a que se creen capaces de hacerlo, literalmente.

A mí, que me interrumpan el sueño es algo que me molesta sobremanera, y la falta de respeto todavía más, así que siento de repente una intensa hostilidad hacia este nuevo grupo en el albergue, que se hace extensiva a todo el colectivo israelita en general. ¿Quién se piensan que son? Cuando,  en el desayuno, comentamos lo sucedido alguien sugiere que parece que se sientan inmunes a todo, ya que el mundo está en deuda con ellos por lo del Holocausto. Son las víctimas de la historia, el pueblo eternamente perseguido, y nadie puede decirles nada. Pero a mí me entran de repente unas ganas irresistibles de, ahora que están durmiendo, entrar sigilosamente en su habitación, esparcir polvos pica-pica en el aire, salir corriendo y dejarlos encerrados.

Y de repente me doy cuenta, horrorizada, de la Nazi que hay en mí. La imagen de encerrarlos en un cuarto regado de polvos pica-pica se solapa, en mi mente, con una de las últimas escenas de la película de anoche (que tanto me conmovió), en que un grupo de judíos es encerrado en un cuarto, y un oficial alemán, protegido con una máscara de gas, les echa unos siniestros y fatales polvos negros desde una ventana en el techo de la estancia.

Me acuerdo, entristecida, de la frase de Gandhi: “ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”, y me digo que todos, no sólo ellos, debemos entender esto, y entenderlo con profundidad, si es que aspiramos a un mundo mejor. 

Desisto, pues, de mi plan terrorista de los polvos pica-pica, me despido de Simón, de mi dulce amiga argentina, de Santa Cruz y de Bolivia, y me dirijo a la estación donde me espera el tren que me llevará, finalmente, al verano.