martes, 7 de agosto de 2012

Ouro Preto

A estas alturas del viaje se podría pensar que un día y medio de autobús no me supone problema ninguno. Sin embargo, el trote de todas estas semanas ha hecho irremediable mella en mí, así que respiro con alivio cuando el último autobús me deja frente al albergue de Ouro Preto, tras dos noches de intermitente e incómodo sueño botando por muchos kilómetros de carretera.

"O Sorriso do Lagarto", donde me hospedo, está en el centro histórico de esta encantadora ciudad colonial de Minas Gerais, aunque toda la ciudad parece un centro histórico detenido en el siglo XVII, aproximadamente, excepto por unos barrios periféricos, con aspecto de favelas, que descubriré más tarde.

De momento pago un par de noches, aunque sospecho que me quedaré más. Exploro las serpenteantes calles adoquinadas, en esta tarde cubierta de nubes y neblina que, lejos de ensombrecer la imagen, contribuye aún más al añejo aspecto de este lugar. Las "namoradeireas" reposan su ensueño en los marcos de las ventanas, y numerosas pendientes y laderas permiten una vista panorámica, casi vertical, de esta ciudad de postal.


El segundo día conozco a una pareja de estadounidenses en el albergue. Lo de siempre: de dónde eres, dónde has estado y a dónde vas. Sólo que esta vez me encuentro con algo diferente. Son misioneros católicos, se acaban de casar, y están en una luna de miel de varios meses filmando un documental sobre los caminos de la fe. Hago un sincero propósito de desacato a mis prejuicios ante religiones y nacionalidades, y trabo amistad con ellos, al menos ofrecen una historia distinta a lo que me he encontrado hasta ahora, se nota que me he salido del circuito mochilero-turístico habitual.

El español de estos chicos es tan bueno como mi inglés, pero hablamos en la lengua del Mercosur, que ellos usan incluso entre ellos, ya que están en latinoamérica y quieren practicar. El portugués, aunque ella se defiende con él deduciéndolo del español (igual que yo), queda fuera de juego entre nosotros, a pesar de que estemos en Brasil.

Me proponen ir juntos a visitar una mina de oro en un pueblo cercano, y yo todavía no he superado el trauma de Potosí, pero me digo que no puedo pasar por Minas Gerais y no hacerle los honores a su tradicional industria. Así que al día siguiente, valientemente, me subo a un carrito operado electrónicamente (un considerable adelanto con respecto a Potosí), y me adentro en las fauces de este cerro, otrora abundantemente preñado de oro.

La vagoneta nos deja apenas a doscientos metros más abajo, en una espaciosa y aireada cueva iluminada, donde el guía nos va instruyendo sobre su historia. Un altar a uno de los dioses del Candomblé (culto criollo propio de Brasil) ofrece una versión bastante más inofensiva y benévola que el infernal "Tío" de Potosí.

El recorrido culmina en un hermoso lago subterráneo de aguas cristalinas, cuya transparencia podemos aprecial gracias a una luces en las paredes que lo iluminan. Se nos da permiso para bañarnos e incluso bucear, si nos apetece, pero hace demasiado frío aquí dentro y a lo máximo que llego es a meter los pies en el agua con mucho cuidado de no caerme, porque no me queda ya más ropa limpia y seca.




Salimos de la mina sin una necesidad particular de dar gracias por ver de nuevo la luz del sol, y caminamos los dos kilómetros que nos separan de Mariana, la ciudad más próxima, donde comemos.

En mis andanzas con la pareja observo su relación. Él es todo amor, y ella recibe las atenciones que él generosamente le brinda, como un derecho de nacimiento. No es que sea arrogante con él, ni que no le corresponda, simplemente se deja querer con una sonrisa, y como algo que le es propio. Me digo que algunas personas parecen haber nacido con esta capacidad de recibir amor y atenciones como algo natural. Otras, tenemos que aprenderlo a base de leer libritos de auto-ayuda de bolsillo, y de muchos desamores.

En el albergue me muestran en su ordenador algunas entrevistas que han llevado a cabo a distintos religiosos, para su blog sobre la fe. Me parece interesante, aunque, en mi agnosticismo, no me sugiere mucho a nivel personal. La verdadera lección de fe me la ofrecen, sin darse cuenta, de otro modo, uno mucho más práctico y cotidiano.

Me comentan que, antes de emprender su viaje, habían querido comprarse un móvil nuevo durante un tiempo, uno de última generación. Por supuesto, la tecnología punta se paga y ellos estaban ahorrando para su larga luna de miel, así que optaron por esperar a que alguien se lo regalase, hasta que esto, eventualmente, sucedió. Y así, me dijeron, hacían con muchas cosas.

Esto, para mí, es la verdadera fe. Y es algo que se experimenta, más que entenderse intelectualmente. Mi apredizaje de la fe se llevó a cabo en Australia, muchos años atrás, en que, por falta de dinero, me tocó recorrer el país (que es muy grande) con mi pareja en auto-stop. La primeras veces era un desastre, y a menudo teníamos que desistir y pagar un autobús porque nadie nos paraba. Una vez estuvimos diez horas en una gasolinera hasta que un camionero accedió a llevarnos. Hasta que inventamos un juego. A raíz de un hombre llamado Robert que habíamos conocido en un camping, y que nos había llevado en su coche a un parque nacional, decidimos llamar "Robert" a cualquier conductor que potencialmente pudiera llevarnos de un lugar a otro. Así, cuando nos instalábamos a la salida de un pueblo, en la carretera, esperando que alguien nos parase, empezábamos a hablar de Robert, con la certidumbre de que este iba a venir a buscarnos. Decíamos "Rober ya debe haber salido de casa", o "mira, aquel coche rojo de allí debe ser Robert". Era un juego, pero empezó a funcionar. Cada vez la espera era más corta, hasta el punto de que la última vez que hicimos auto-stop, apenas tuvimos que esperar un cuarto de hora. Y hacer auto-stop no es algo que se aprenda ya que tan sólo hay que plantarse en el borde de la carretera con el pulgar alzado, aquí la experiencia no cuenta. Es, realmente, una cuestión de fe, la fe entendida como un "saber" más que "esperar" que algo va a suceder. El problema es saber aplicarlo a todas las facetas de la vida, pero cuando eso se consigue, se entiende de verdad el dicho de que "la fe mueve montañas".

Y estos chicos, realmente conocen la fe y la practican, más de lo que se piensan ellos mismos.

Al día siguiente decidimos hacer otra excursión e ir a conocer la "Cachoeira das Andorinhas", en un parque nacional a unos pocos kilómetros, a pesar de las recomendaciones en contra de uno de los trabajadores del albergue. Por lo visto en este parque abundan los asaltos a los turistas, pero nos han dicho que la "cachoeira" o cascada vale la pena el riesgo, y decidimos ir, de todos modos, eso sí, desprovistos de nada que valga la pena robar y con el dinero justo.

Un autobús de línea nos deja en la entrada del parque, y el tendero de un barecito nos indica el camino. Empezamos a descender por un sendero entre matos, y ante nosotros se despliega un paisaje de montaña infinita. No tiene el dramatismo del altiplano boliviano, pero es mucho más frondoso. Buscamos la cascada y, a ratos, nos parece oír sonido de agua, pero no vemos nada. Encontramos un riachuelo, apenas un charquito en el suelo, y seguimos su rastro, que nos lleva hasta una esplanada donde se levanta un edificio nuevo. No tiene aspecto de vivienda, sino más bien de equipamiento municipal, y vemos salir de un coche aparcado en frente, a un grupo de personas. Caminan en nuestra dirección, también siguiendo el agua, y cuando nos alcanzan les preguntamos por la cascada. Uno de ellos nos dice que van hacia allí, que vayamos juntos. Se hace un breve silencio de incertidumbre en nosotros tres, que no le pasa inadvertido al que nos ha hablado, y nos dice que no temamos que él es el guarda forestal.

Realmente tiene aspecto de tal, por su atuendo, así que nos unimos al grupo. Y menos mal, ya que el guía nos lleva por un serpenteante camino hasta un agujero entre unas rocas, donde se esconde, como un templo secreto, la cascada. Nunca la hubiésemos encontrado por nosotros mismos, y hubiésemos regresado con la intriga de saber de dónde venía ese ruido de agua.

Así, inmiscuyéndonos en el discreto pasaje que forman las piedras hacia el interior de la montaña, descubrimos un pequeño lago formado por el agua que se precipita, en una estruendosa cascada, desde un agujero en el cielo de la cueva. Entran rayos de sol por diferentes y casuales aberturas entre las piedras, dándole a la estancia una iluminación casi mística. El agua está helada, pero me sumerjo en ella y siento que me renueva, como si de un telúrico bautizo se tratase.

No llevamos cámara de fotos, por si nos la robaban, pero tengo un pequeño teléfono móvil con el que alcanzo a registrar algunas imágenes de este momento y lugar.

Después de secarnos al sol en una roca, emprendemos el regreso, nos despedimos de nuestro improvisado grupo, y conseguimos llegar al albergue sin ser atracados, y con la energía de esa poderosa agua escondida, en nuestra piel.


Mis amigos se marchan un día antes que yo, y contemplamos un ocaso de despedida desde el balcón del albergue. Yo apuro aún un poco más la estancia. Podría quedarme un año aquí, entre calles de adoquines, iglesias y laderas empinadas, acompañando a las "namoradeiras" en el marco de una ventana. Sin embargo, debo seguir, aunque me doy cuenta de que estoy alargando mis estancias en los lugares, y me alegro de que mi alma y mi cuerpo me pidan, por fin, un poco de estabilidad.