martes, 31 de enero de 2012

Salta

El trayecto hasta nuestro próximo destino es largo, pero lo hacemos en un bus bastante cómodo donde un agradable y guapo azafato (al cual le dedico una sonrisa cada vez que pasa) nos va trayendo la merienda, la cena, y al día siguiente, el desayuno y el almuerzo. Esto es como un avión pero con ruedas.

Pasamos por Córdoba y por Rosario, ciudades en las cuales tengo amigas. La de Córdoba vive en Valencia, España, pero me comunicó por mail que va a estar en su ciudad en Enero. Me digo que cuando vuelva a Buenos Aires a pasar un mes, pararé en sendas ciudades a visitar a mis amigas.

En la misma terminal de Salta nos caza al vuelo un agente turístico, cuando llegamos, que nos ahorra la fastidiosa tarea de buscar alojamiento, y nos envía en taxi (cortesía de la casa) a una pensión con piscina, donde nos dan un cuarto para las dos, con televisión y baño privado. Mientras nos instalamos y descansamos, encontramos al azar en la tele un culebrón mejicano de lo más sentimental. Nos divertimos tanto con los diálogos que se nos ocurre que podríamos filmar una escena de novela latinoamericana. Sólo necesitamos un guión, pero ya se nos ocurrirá algo. Luego salimos a explorar Salta.

Esta es una cálida ciudad de aire colonial y ambiente tranquilo. Una ciudad de vacaciones. Vemos varias agencias turísticas ofreciendo excursiones a los alrededores, por lo visto está rodeada de maravillas geográficas que visitar, pero no está en nuestra agenda este tipo de actividades (ni en nuestro presupuesto), así que nos dedicamos simplemente a conocer Salta, que no es poco.

Natalia me habla de una hermita en un cerro, a una hora y media de camino a pie desde aquí, donde una mujer reparte bendiciones. Sólo que en esta época del año la mujer no está, pero se puede visitar la hermita. Yo no soy piadosa, pero me gusta visitar lugarcitos de este tipo, además, un poco de ejercicio subiendo el cerro no me vendrá mal, así que decido acompañarla.

Cruzar Salta hasta su extremo norte, donde empieza el sendero de subida hacia la hermita, nos toma un buen rato. En el camino, un chico en bicicleta, de cabello largo recogido en una coleta, y rasgos nativos se acerca, nos pregunta que de dónde somos y nos acompaña en silencio un tramo. Luego desaparece para volver a aparecer más tarde y seguir acompañándonos. Percibo que ronda a Natalia. No es agresivo ni pesado, simplemente camina a nuestro lado, hablando poco. Me digo que es una forma de cortejo bien peculiar. Cuando llegamos al pie de las escaleras que suben el cerro, descansamos un momento y, al sentir que no formo parte de la ecuación, me separo discretamente de ellos para hablar con una pareja que acaba de bajar de la hermita. Cuando vuelvo donde está mi amiga, veo que se despide de su pretendiente y, una vez a solas, me revela que el chico, sin ningún tipo de apuro, le pidió un beso. Me encanta. Me fascina la sencillez del proceso, esa asertividad pasiva que demanda las cosas sin violencia, simplemente pidiéndolas como si se tratase de un derecho natural. Es lo que yo llamo el "poder del Yin".

Por otro lado, tampoco me extraña que el chico más tímido del mundo se sienta deslumbrado por mi amiga hasta el punto de atreverse a pedirle un beso, así, de buenas a primeras, a pesar de su retraimiento. Natalia está luminosa. Aunque ella asegura que está energéticamente agotada después de un año complicado y de trabajo duro, yo la veo esplendorosa, y además, sabe lucirse. Con sus vestidos sin mangas, su melena al viento, y sus descarados andares de mujer libre, hace que muchos tipos se giren a mirarla. Me hace pensar en un texto de "Un curso en milagros" de Marianne Williamson, que dice que "(...) es nuestra luz y no nuestra oscuridad lo que más nos aterra (...) nos preguntamos a nosotros mismos: quién soy yo para ser luminoso? (...) de hecho, quién eres tú para no serlo? (...) todos vinimos aquí para brillar, como brillan los niños". Y Natalia brilla sin pudor. Me encanta verla así, en su salsa, y ver cómo el amor la ronda. En el crucero también recibía atención masculina, pero no tenía esta energía, y no me extraña, la vida en un crucero consume el espíritu de cualquiera. En una conversación posterior, a raíz de una tirada de cartas del tarot en que me sale la carta de las comparaciones, me hace un comentario al respecto, me dice que me estoy comparando. Puede ser, pero es que me resulta inevitable. Además, no veo nada malo en compararse con otros si es para aprender algo.

Subimos el camino de escaleras de piedra que nos lleva, montaña arriba, hasta la hermita de las bendiciones. Cuando llegamos, nos encontramos con toda una compleja infraestructura diseñada para hacer cola con el fin de recibir la bendición. Tiene cabida para muchas personas, sólo que hoy no hay nadie ya que la señora santa no está, así que recorremos el lugar a nuestro aire sin tener que hacer filas. Por lo visto, existe aquí la tradición de colgar rosarios de los árboles, y veo por doquier árboles cuajados de rosarios que cuelgan de sus ramas como flores sagradas. Es muy bonito. La capilla es mínima y cuando entro, encuentro a Natalia, que sí es piadosa, en oración. Lágrimas resbalan por sus mejillas y, acordándome de su reciente flirteo, se me antoja como una María Magdalena que reparte sus pasiones entre lo mundano y lo místico.

Cuando emprendemos el regreso vemos una curiosas indicaciones indicando "playas". Ilusas de nosotras, buscamos en la dirección de las flechas esperando encontrar un recodo donde bañarnos, en el trayecto de algún rio, a pesar de que estamos en la cima de un monte. Por supuesto, no encontramos más que unos pequeños descampados, y nos volvemos, confundidas, hacia la ciudad. Al llegar a las primeras casas, el pretendiente de Natalia reaparece con su bicicleta y, con su discreción característica, nos acompaña hasta la parada del bus. Allí nos despedimos de él sólo para reencontrarlo en la puerta del hostal (confirmando mi pronóstico) cuando llegamos. La situación se vuelve cómica y Natalia me amenaza con liquidarme si escribo esto en el blog. Me dice que escriba las cosas que me pasen a mí, pero es que aquí en Salta soy una mera espectadora.

El resto del tiempo lo pasamos visitando esta bonita ciudad, y descubrimos su amplia y frecuentada plaza central, que por algún motivo nos había esquivado el día anterior. Allí cenamos y frente a unas cervezas, hablamos, entre otras cosas, de amores.

Tenemos otro día entero antes de irnos, ya que el bus hacia la frontera con Bolivia sale de noche, por lo que decidimo pagar media diária más en el albergue, lo cual nos da derecho a holgazanear en la piscina toda la mañana y quedarnos hasta media tarde. Después de comer nos disponemos a subir en el teleférico que lleva a un mirador donde hay, por lo visto, un sendero ecológico y unas cataratas, pero cuando ya estamos dentro de la cabina que nos va a llevar, suspendida de un cable, a la cima del mirador, Natalia recuerda que tiene vértigo y decide bajarse a toda prisa. Así que subo sola. Este es un pacto explícito que tenemos entre las dos y que verbalizamos en Tacuarembó antes de emprender el viaje: no tenemos que estar las 24 horas del día pegadas. Las dos somos muy independientes y celosas de nuestro tiempo y espacio personal, por lo que nos hemos ido tomando "ratos libres", sin que la otra se enfadase. Esto ha permitido a nuestra relación respirar, lo cual ha contribuído a nuestra buena convivencia.

Después de darme un par de vueltas por el mirador y hacer unas fotos, desciendo los cuarenta y cinco minutos de escaleras que constituyen la vía de acceso alternativa a este pequeño complejo turístico, hasta llegar al centro de Salta de nuevo. Dejo a Natalia un mensaje en el albergue, y me voy a la plaza central donde sospecho que la voy a encontrar. Pero me equivoco. Después de esperar un rato, desisto y decido aprovechar para ir a buscar su regalo de Navidad. Le compro un rosario con la imagen de la Virgen del cerro, la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús (casi me ahogo recitando su nombre), además de un anillo que se probó ayer y no se compró. Se que le van a gustar. También descubro, en mi paseo a solas, que en esta parte del mundo de habla hispana, a pesar de lo que indica la Real Academia de la Lengua, "playa" significa "aparcamiento". Ya podíamos buscar recodos arenosos a la vera de un río.

Más tarde, cuando nos encontramos en el albergue, descubrimos que estuvimos a la misma hora en la plaza, sólo que en extremos distintos, esperándonos la una a la otra. Una vez más, la telepatía no nos falló, sólo que yo necesitaba comprarle el regalo de Navidad.

miércoles, 25 de enero de 2012

Buenos Aires

Desde que ví "El lado oscuro del corazón" que he querido subirme al barco que parte de la orilla uruguaya del Río de la Plata hacia Buenos Aires al atardecer, así que insisto en ello para llegar a la capital argentina, aunque hubiésemos podido ir por tierra. Natalia accede, ya que lo ha hecho otras veces.

Un bus nos lleva hasta Colonia, desde conde subiremos al ferry, y en la misma terminal de Montevideo oímos decir que el río está agitado. Como me mareo fácilmente en los vehículos, y sobretodo en los barcos (uno de los motivos por los cuales sólo duré un contrato en el crucero), tuve la precaución de traerme biodraminas con cafeína. Así que me tomo una pastilla en cuanto me subo al bus y, una vez en el barco, cuando nos advierten que se va a mover mucho, me tomo otra. El "Colonia Exprés" no es el barquito que yo vi en la película, sino un barco pequeño y moderno. No se puede salir a cubierta a contemplar el ocaso, sino que estamos todos acomodados en poltronas dentro de la cabina. Unos televisores muestran las medidas de seguridad, como si de un avión se tratase,  y cuando hemos zarpado, muestran un concierto de Maná.

Nos hemos sentado en primera fila, frente a unos ventanales amplios, para contemplar el paisaje, a pesar de las advertencias en contra de la azafata, y apenas zarpamos descubrimos por qué. No es que el barco se mueva, es que galopa contra la embestida de las olas, y la parte delantera es la que recibe mayor impacto. Me levanto como puedo y me voy, tambaleándome, hacia las filas de en medio, que están vacías, igual que las de delante. El resto de los pasajeros, que se conocen el tema, está apilado en la parte de atrás. Me siento delante de uno de los televisores y saco una bolsa de plástico esperando lo peor. Pero, para mi sorpresa, mi estómago se mantiene estable.

No así el de Natalia. Ella se ha quedado en los asientos de delante y pronto la veo alzar la mano hacia la azafata pidiendo una bolsa. En un principio pienso que la pide para un hombre que había sentado cerca nuestro, ya que ella no se marea en los barcos (duró tres contratos seguidos en el crucero sin problemas), pero en seguida la oigo vomitar. Yo no me atrevo a moverme por miedo a que mi estómago se gire de repente y entonces seamos dos echando los hígados por la boca. Además de la azafata, un azafato se ha quedado también cuidando de los enfermos de las filas de delante, y desde mi asiento le pregunto al chico si Natalia está bien. Me dice que si, como quien está acostumbrado a este cuadro, pero yo la sigo escuchando convulsionarse. Afortunadamente, este trayecto sólo dura una hora, aunque 60 minutos de náuseas pueden resultar muy largos. Yo intento entretenerme con el concierto de Maná, totalmente fascinada con la efectividad de las biodraminas. Nunca pensé que tuviese que felicitar a la industria farmacéutica por algo, pero tengo que decir que frente a este fármaco, me quito el sombrero.

Cuando el barco está llegando a puerto, y deja de moverse tanto, me siento cerca de Natalia cuyo rostro, habitualmente radiante, ha sido substituido por un semblante pálido y ojeroso. Le pregunto que cómo está, y se limita a mirarme con cara de pena.

Un taxi nos lleva del puerto al albergue, en el centro de la ciudad, donde llegamos ya de noche. Allí, Natalia vuelve a ponerse mala, por lo que decide acostarse y dar el día por terminado. Mi estómago no sólo ha aguantado los alimentos durante todo el viaje, sino que reclama más, ya que no hemos cenado. Así que dejo a Natalia acurrucada en su cama, y bajo a la calle a buscar algo de comer.

La verdad es que mi entrada en Buenos Aires no ha sido precisamente triunfal, y menos cuando veo cantidades de basura esparramadas por el suelo, que dan a la ciudad un aspecto sucio y poco apetecible. No quiero alejarme demasiado del hostal porque no tengo mapa de la ciudad, así que giro la esquina y recorro una calle peatonal donde hay negocios aún abiertos, a pesar de que ya es medianoche, y gente deambulando. Hay restaurantes pero sólo quiero comer algo rápido, y lo único que encuentro son tiendas de snacks. Me conformo con unas patatas fritas que me aguanten el cuerpo hasta el desayuno de mañana y me vuelvo a la vera de mi amiga, que sigue viva pero pálida.

Al día siguiente mi amiga ya está recompuesta. De hecho se ha levantado antes que yo y no la veo por el albergue, así que me ducho, desayuno, y justo entonces aparece y salimos a pasear. Ella vivió aquí un tiempo, así que me hace de guía turística. Nos mezclamos con el bullicio de la ciudad, vemos músicos callejeros, vendedores ambulantes, y gente por todas partes. Veo el rostro de Evita Perón delineado en la fachada de un edificio alto, y me digo que sí, que finalmente estoy en Buenos Aires. Pasamos por la calle de los teatros y descubrimos que más tarde hay una muestra de danza de los alumnos de la escuela San Martín, y es gratis, tomamos nota. Percibo que la oferta cultural es amplia y variada, y de hecho la ciudad me recuerda, de algún modo, a Madrid.

Además, nos dedicamos a comprar el material necesario para nuestro pequeño negocio: hemos decidido que con el fin de sacarnos un dinero extra para el viaje, vamos a poner una parada en ferias y festivales. Natalia tirará las cartas del tarot y yo pintaré las caras a los niños. Es algo que no he hecho nunca, ni siquiera lo he ensayado, pero no puede ser muy complicado, se me da bien pintar.

Asistimos al espectáculo de danza que hemos visto anunciado, y que resulta ser fabulosamente espectacular. Dinámicas y coloridas coreografías llenan el escenario con una energía vibrante y contagiosas. Me siento totalmente fascinada y cautivada por el movimiento de los bailarines y desearía estar encima del escenario y no en el patio de butacas. Es como un gusano que se me despierta de repente dentro y me muerde ambriento. Me acuerdo de mis días de bailarina, y me pregunto qué hubiese pasado de haber continuado bailando, se me daba bien. En realidad, no resiento no haberme dedicado a la danza profesionalmente, ya que en las terapias me siento realizada y creo que tengo mucho que ofrecer. Lo que resiento, y me doy cuenta cada vez que veo un espectáculo de baile, es que no forme parte de mi vida. En los últimos dos años fue imposible ya que viajé constantemente, pero a partir de ahora tiene que volver a estar la danza en mi vida, como hobby o como sea, pero siento que es imprescindible que vuelva a bailar para que mi espíritu esté en paz. Y con esta determinación, una pieza más encuentra su lugar en mi puzzle personal. Natalia también se inspira con el espectáculo y sale del teatro danzando, literamente, por la calle, con la deshinibición que la caracteriza, y que yo tanto envidio.

Llega el sábado y nos disponemos a arrancar nuestro negocio. Natalia conoce un mercadillo en un parque donde podemos ponernos y allá vamos. Nada más llegar, uno de los artesanos nos indica una zona "libre" delante del cementerio, por donde pasa gente y donde no hay que pagar para ponerse. Así que allí nos instalamos con dos pareos en el suelo. Una vez plantada nuestra precaria paradita, le pinto una mariposa en un lado del rostro a Natalia y me pongo a jugar con las bolas carioca para llamar la atención. De repente nos damos cuenta de que justo detrás nuestro hay una furgoneta tipo Wolskwagen de los años 60, pintada de colores, con florecitas y símbolos de la paz. No la vimos cuando nos instalamos allí, pero nos viene de perlas: Natalia con su mariposa pintada en la cara, yo haciendo malabares, y la furgoneta detrás, formamos el cuadro perfecto. Tanto, que pronto se acerca un grupo de japoneses a hacernos fotos, así como otros transeúntes que curiosean a nuestro alrededor. Pero nadie quiere que le tiren las cartas ni que le pinten la cara. Sólo viene un tipo de dudoso aspecto a decirnos que la furgoneta es suya, y a sugerirnos que le paguemos si la gente nos hace fotos. Lo mandamos amablemente a paseo y se va.

Al poco, se acerca una mujer que nos dice que también es tarotista, nos da algunos consejos sobre otros lugares en la ciudad donde podemos ponernos, como es la calle Florida, y le invito a sacar una carta, a cuenta de la casa. Ella, conocedora de la ley de la reciprocidad, nos deja un par de pesos de propina. Bueno, nuestra inversión fue de unos 100 pesos, ya sólo nos quedan noventa y ocho para recuperar. Pero no nos da tiempo, ya que poco después aparece la ley a decirnos que, "señoritas, tienen que irse de aquí". Decidimos probar suerte en la calle Florida, pero hay pocos huecos libres, y parece que los que hay tienen dueño. Esto ya no es una feria, sino simplemente son paradas en el suelo de la calle, y yo no me siento cómoda, así que me retiro. Natalia se queda un rato, pero tampoco consigue disminuir nuestro déficit.

Para celebrar el éxito de nuestra empresa, decidimos irnos de fiesta. Ayer ya salimos un rato a tomar algo por el bohemio barrio de San Telmo, pero hoy parece que hay más ambiente en la ciudad ya que se celebra un festival de Tango. La Avenida de Mayo está cortada y en ella han instalado varios escenarios donde diversos tangueros cantan y bailan. Y no sólo eso, sino que el público baila también en parejas, a pie de calle, al ritmo de la música. Es como una milonga al aire libre. Me encantaría poder bailar pero no sé, y el gusanito bailarín dentro de mí ya no me mordisquea sino que me devora. Me digo que quizás después del Machupichu, una vez se vaya Natalia, el mes que me va a quedar regrese a Buenos Aires a aprender Tango. Y a tantear realmente la ciudad, para ver si monto mi negocio aquí, en lugar de en Brasil o Barcelona. Natalia me dice que me ve perfectamente con un vestido negro de tirantes y zapatos de Tango bailando en una milonga. Yo no es que me vea, es que me estoy sintiendo los tacones en los pies.

Volvemos a San Telmo a un bar llamado "Las del Barco", que descubrimos anoche, y que parece haber sido diseñado para nosotras. Allí conocemos a un par de chicos que nos invitan a unas cervezas en otro lugar. Esto también lo echaba de menos, que los chicos se acerquen a invitarme a una cerveza, o a hablarme simplemente. En Barcelona, por algún motivo, esto no me sucede habitualmente, y cuando sucede suele ser un latinoamericano el que lo hace. Sabía que en estos países el relacionamiento es más relajado, como puedo comprobar esta noche, y es algo que, como digo, echaba de menos ya que, al final, una acaba acomplejándose, por no decir aburriéndose. De todos modos sé que, aunque en parte es una cuestión cultural, también tiene algo de personal. No se trata de la edad, puesto que se, por experiencia propia, que a los chicos jóvenes (habituales de la noche) les encantan la maduritas. Es más una cuestión de actitud, de la cual no nos damos cuenta. Justo antes de partir de viaje, salí de fiesta por Barcelona con dos amigas mías. Estábamos las tres contorneándonos en la pista de baile, sin que nadie nos dijese nada, hasta que se me acercó un tipo con la siguiente aseveración: "sois las tres divinas, pero parece que si se os acercan vayáis a morder, sois muy orgullosas". Le agradecí el dato al tipo, pero quedé estupefacta. ¿Orgullosa yo? ¿Esa es la impresión que causo? Por supuesto sólo fue una opinión subjetiva, pero esta noche, delante de una cerveza en San Telmo, escucho algo parecido. Mi nuevo amigo (Natalia está entretenida con el otro), me dice que estoy a la defensiva, y que sonrío pero parece que me vaya a poner a pelear. Vaya, una de dos, o los hombre de hoy en día son muy flojos, o mi naturaleza guerrera se me va de las manos y me traiciona. En realidad el tipo no me gusta como para seguir flirteando con él (sobretodo cuando me pide un beso), así que acabo hablando con otro chico, con quien mantengo una conversación cordial, después de haber depositado mi espada en el suelo, donde no pueda asustar a nadie.

Se está haciendo de día y decidimos volver al albergue, solas. La madrugada en Buenos Aires me parece inofensiva y este es un motivo más por el que me gustaría pasar algún tiempo aquí: me gustan las ciudades donde una damisela desprotegida y sin espada, como yo, puede pasear tranquilamente por la calle a cualquier hora.

Al día siguiente, ninguna de las dos hace mención de intentar de nuevo nuestro negocio. Hemos comprado billetes para irnos a Salta, en el norte del país, cerca de Bolivia, y simplemente disfrutamos de una perezosa mañana de domingo haciendo turismo en Caminito y despidiéndonos de la ciudad.

lunes, 23 de enero de 2012

Montevideo

La verdad es que no sabía que esperar de esta ciudad, no me había parado a pensar mucho en ella, pero por algún motivo me imaginaba la casa de Natalia en la capital tal y como es: de piedra gris, con un portalón de madera, al estilo del siglo XIX, como todavía se encuentran algunas en Barcelona, por la zona de Horta. Lo que me sorprende y arrebata es que por dentro se conservan puertas, baldosas y algunos muebles de la época también. A pesar de que el último inquilino dejó la casa en un estado un poco miserable, me fascina su belleza bohemia y puedo verme viviendo en ella perfectamente. Tiene incluso, en la entrada, dos salitas que podrían ser mi centro de terapias.Natalia me deja elegir y me instalo en una habitación contigua al salón cuyos muebles, armario y tocador son antiguos. Entra luz por la puerta acristalada pero no me importa, me siento como viviendo en la Belle Epoque.

Se nos hace de noche y decidimos hacer vida de ciudad: ir al cine y luego a tomar algo, pero es lunes y no encontramos mucho movimiento, así que nos retiramos a nuestros aposentos relativamente temprano.

Al día siguiente Natalia me muestra la ciudad en la que estudió y vivió durante años, la cual no se parece a las ciudades latinoamericanas que yo conozco, sino más bien a una pequeña metrópolis europea algunos años atrás. De hecho tiene mucho de España, Montevideo, como su Centro Cultural Español donde visitamos una exposición y donde descubrimos que se celebra un concurso de tangos esta tarde a las siete. Natalia tiene gestiones que hacer a esa hora, así que le digo que vaya tranquila, y me quedo a ver el concurso.

Al contrario de lo que esperaba, no se trata de danza sino de canto, lo cual me decepciona un poco pero sólo hasta que empiezo a escuchar a los concursantes, y todo el vello de mi cuerpo empieza a erizarse. No en vano el tango es originario de Uruguay, y no de Argentina, hecho que, al igual que el común de los mortales, yo ignoraba hasta ahora, y Carlos Gardel no era argentino, sino que nació nada menos que en Tacuarembó. Y así, en la oscuridad del auditorio del Centro Cultural Español, entro en contacto directo y carnal, por primera vez realmente, con este llanto pasional que es el tango.

Por la noche volvemos al cine (dos días seguidos no es demasiado para una actriz de profesión como ella y una cinéfila como yo) y vemos "Pina", documental en 3D sobre la obra de esta bailarina y coreógrafa, cuyo "Café Müller" recordaba de mi película preferida de Almodóvar. No puedo evitar recordar mi infancia y pre-adolescencia como bailarina y un gusanillo se me remueve dentro.

En mi creciente afición al mate, decido filmar un tutorial explicando el proceso de su preparación, ritual sagrado para los uruguayos, estrenándome así en ello, ya que hasta ahora siempre lo ha preparado Natalia, y estrenándome también ante las cámaras. Descubro que me encanta, tanto preparar mate como explicarlo mientras me filman, y me digo que en la página web de mi centro de terapias, habrá tutoriales.


Aprovecho también mi paso por Montevideo para hacer una visita a "Gradiva", restaurante de tapas regentado por Pity y Ana, a las cuales conocí en Barcelona a través de otras amigas. Hace mucho tiempo que no las veo, pero hemos tenido cierto contacto virtual a través de las redes sociales. Por una de aquellas sincronicidades, Gradiva se encuentra en la misma calle que la casa de Natalia, dos cuadras (como dicen aquí) más abajo. El restaurante está decorado con colores cálidos, hay algunas pinturas de Pity expuestas y suena música de grupos españoles, es muy acogedor. Los salvamanteles son collages de fotos, recortes de folletos turísticos y tickets varios de los diferentes viajes de las chicas a España. Otra sincronicidad hace que mi salvamanteles sea precisamente el collage de la visita a Barcelona en que las conocí, siete años atrás.

He elegido, sin querer, un día de especial actividad en el restaurante, ya que tienen visita de la familia y además de un grupo de amigas, entre ellas Samantha Navarro, popular exponente del rock femenino en este país. La verdad es que no la conocía, pero me hago fan suya rápidamente y aprovecho para hacerme fotos con ella. Pity y Ana se las componen como pueden, con su amabilidad y saber estar característicos, para atender a todo el mundo, pero sobretodo a mí, que he venido sola ya que Natalia ha aprovechado para encontrarse con otra amiga suya. Yo doy cuenta de una tortilla de patatas y, para entretenerme cuando no pueden estar por mí, Pity me va llenando la copa de vino, excelente estrategia.

Poco a poco, el restaurante se va vaciando y entonces dispongo de la atención de las dos durante un rato, antes de cerrar. Me cuentan el desarrollo de Gradiva estos tres años, en que ha sido realmente un éxito. Ana tiene otro empleo, por lo que la que se ocupa más a nivel práctico del negocio es Pity, pero ninguna de las dos venía del sector de la hostelería, por lo que tienen más mérito. A pesar del éxito, me anuncian que han puesto Gradiva en venta debido a una serie de circunstancias con el personal, y a que llevan tres años absorbidas con el negocio, sin mucho tiempo para otras cosas.

Supongo que esto es lo que me va a suceder a mí cuando monte mi centro de terapias, que va a ser una inmersión total. Me digo, para quitarle hierro al asunto, que mi personalidad obsesiva compulsiva se presta a ello, y que este proyecto mío es un bebé que llevo mucho tiempo gestando y que si no doy a luz se me va a morir dentro. Sólo espero que algún día se haga mayor y camine sin mí, porque mi implicación con las cosas es intensa pero no eterna. Por eso entiendo que las chicas hayan decidido cerrar el ciclo de Gradiva y dar paso a otra cosa. Por supuesto, no me dejan pagar nada, y me acercan con el coche las dos cuadras de distancia hasta la casa de Natalia.

Antes de dejar Montevideo, me despido de esta casa maravillosa diciéndome que quizás algún día la alquile para vivir en ella, o que tal vez ya viví en ella en una vida pasada. Me miro una vez más en el espejo del tocador de época de mi habitación, y creo adivinar un camafeo en mi cuello y una pluma en mi cabello, pero cuando miro de vuelta veo de refilón, en la esquina, mi mochila esperándome para partir.


miércoles, 18 de enero de 2012

Tacuarembó

Aunque generalmente disfruto los largos trayectos en bus, en este caso no puedo evitar ponerme un poco impaciente. Después de veinticuatro horas, cuando todavía faltan cuatro, ya no quiero pensar más, ni escuchar música, ni mirar por la ventana ni dormir, quiero llegar y encontrarme con mi amiga. Hace como un año y medio que no nos vemos, aunque hemos estado en estrecho contacto por teléfono y por mail, además de telepáticamente, como cuando trabajábamos en el crucero.

Cuando el bus finalmente llega a Santana do Livramento, la veo antes que ella a mí. Quería inmortalizar este momento así que tengo preparada la cámara en función vídeo, y registro para siempre el preciso instante en que me ve al otro lado de la ventana del bus.

http://www.youtube.com/watch?v=m8gD0W9BYSE&feature=youtu.be


Una vez pasada la emoción inicial, aprovechamos el trayecto, en otro bus, que nos lleva desde Ribera (en el lado uruguayo de la frontera) hasta Tacuarembó, para ponernos al día charlando sin parar. Y la ciudad de Natalia, al norte de su país, me recibe al atardecer con un aire cálido y sorprendentemente aromático que me hace sentir que he llegado, al fin, a algún lugar.



Nos sentamos por la noche a tomar cerveza en la puerta de su casa, y se me hace el placer más inmenso del mundo, con este calorcito, la cerveza, una buena amiga, y un viaje al Machupichu por delante, ¿qué más puedo pedir?

Natalia todavía está trabajando estos días y le pidor por favor que ni ella ni su familia se estresen porque esté yo aquí. Sólo quiero relajarme, ver películas, escribir y tomar cerveza por las noches en la puerta de casa. Y así hago, a la vez que voy poniendo caras a los personajes de la vida de mi amiga, de quienes tanto he escuchado hablar: su abuela, Elvira, que me impacta con su personalidad de leona, su hermano y cómplice incondicional Pepo, la mujer de este, Carol, y los sobrinos Tiago y Maya, además de otros familiares, compañeros de trabajo y amigos que voy conociendo en el transcurrir de su rutina, de la cual soy testigo estos días.

Aprovecho también este descanso para aficionarme al mate, y para substituir el verbo "coger" por "agarrar" en mi vocabulario, ya que por la zona del Río de La Plata, lo de "coger" tiene connotaciones sexuales y prefiero evitar malentendidos.

Uno de los empleos de Natalia es como profesora de teatro en un grupo de adolescentes de un barrio marginal de esta ciudad. Les queda tan sólo para finalizar el curso un ensayo general y, al día siguiente, la obra. Me invita a acompañarla, y así hago. El aspecto de esta barriada denota una población muy humilde: calles sin asfaltar, casas simples y destartaladas, niños descalzos correteando aquí y allá y perros sin dueño campando a sus anchas. El "salón comunal" donde ensayan y donde tendrá lugar la obra es un edificio de cemento de una sola planta, cuatro paredes, un cuartito al fondo que hace las veces de vestuario, y unos lavabos que no funcionan. Me he encargado de diseñar unas tarjetas de invitación para la obra, en forma de mariposa, de las cuales Natalia ha hecho fotocopias en cartulinas de colores, y mientras ella ensaya con los chicos, me dispongo a recortarlas. Al poco empiezan a acercarseme niños de varias edades, que no participan en la obra pero que pasan la tarde pululando por el salón comunal. Me miran, me preguntan, se me suben encima, me quieren ayudar a recortar y, en definitiva, me adoptan. Pronto tengo una pequeña multitud de niños despeinados y desaliñados reclamando sus mariposas de colorines, como si de pan con chocolate se tratase. Me fascinan sus caritas en las que se mezcla la inocencia propia de su edad con la picaresca de los niños que se crían en la calle.

Y me fascina la solera de Natalia en su papel de profesora de teatro. Hasta ahora sólo la había visto como camarera en el crucero, aunque tenía presente que es mucho más que eso. La veo desenvolverse con soltura como jefa del grupo y liderar el ensayo en medio de tremendo griterío. Me hace sentir orgullosa de ella.

Me doy cuenta de que me siento, de alguna manera, cómoda y en mi salsa en este ambiente, a pesar de mi condición de intrusa. Me digo que será por haber estudiado Trabajo Social en la universidad, y haber realizado voluntariados sociales en diversos países, aunque luego la vida me llevase a dedicarme a las terapias naturales. Y de repente me acuerdo de mi intención, cuando volví a vivir en Barcelona, de conjugar los dos ámbitos creando una Asociación de Terapias Naturales. Se iba a llamar A.P.T.C. (Asociación para la Promoción de las Terapias Complementarias), y jugaría con lo de "te a.p.t.c. un masaje?". Pero para crear una asociación se necesitan tres personas y no encontré a otros dos tan dispuestos como yo a llevar a cabo el proyecto. Además, me topé con un bar que se llamaba A.P.T.C. precisamente. Quería continuar con la línea que había iniciado en Londres, en que en la última temporada trabajé como reflexóloga en un Centro Cívico, donde los últimos seis meses me contrataron para crear un servicio de Terapias Complementarias para gente con pocos recursos, dentro del mismo centro. Lo llamé "Holistic Care", y un año después de mi partida, cuando volví de visita, seguía funcionando.

¿En qué momento perdí de vista este proyecto de combinar terapias con lo social? ¿Fue en el crucero, cuando ví que mis clientes pagaban 150 dólares americanos por una sesión de acupuntura? ¿O fue durante mi tiempo en Alqvimia, en que conocí tantos centros de estética y masaje, que adopté este modelo de negocio como único formato posible? Sacudo la cabeza como despertando, y me doy cuenta de que el trabajo social es una parte de mí que quiero recuperar. Quizás deba retomar la idea de la Asociación y buscar otras dos personas que quieran implicarse, o montar una oenegé de terapias (aunque no tengo experiencia en gestión de oenegés, realmente), en lugar de montar un negocio privado. Tal vez pueda montar el centro, como tenía planeado, pero dedicar un día a la semana a colectivos desaventajados, como ya se me había pasado por la cabeza anteriormente, o simplemente dedicar parte de mi tiempo libre (si es que tengo alguno cuando monte mi empresa) a hacer algún voluntariado. El caso es que este aspecto tiene que volver a mi vida, porque es parte de mí. Será filantropía, o será por necesidad de expiar el sentimiento de culpa judeo-cristiana, pero es parte de mí. Y con esta revelación, siento que una pieza del rompecabezas se pone en su lugar.

Llega el día de la obra de teatro y el centro se llena de gente. Muchas chicas jóvenes con niños de cuello, chavales también jóvenes, mujeres mayores, más niños de todas las edades, y parece que todos han echado mano de sus buenas galas, pues vienen bien vestidos y mejor peinados, para asistir al evento. La función se llama "Nuestro Barrio", y son diferentes escenas de su vida cotidiana, ideadas por los mismos chicos.


Esta tarde, quien me adopta es Antonella, una niña de once años que viste tejanos, camiseta corta, y una gorra calada con la visera hacia atrás, que le da un aire de Huckleberry Finn a lo femenino. Es delgadita y movidiza, me dice que quiere ser modelo y bailarina, le deseo buena suerte. No se separa de mi lado durante toda la tarde, y ni siquiera me habla tanto, simplemente está conmigo. A ratos, cuando se aburre, se tumba apoyando su cabeza en mi regazo, y yo le acaricio el cabello. Cuando se anima el ambiente, salta y baila delante mío para que le haga fotos. Al final de la función reparten refrescos y pastas, y vamos juntas a asegurarnos nuestra ración. Cuando se acaba la fiesta, se despide de mí sin pena y se va para casa con los demás niños. Me quedo con la impresión de que, simplemente sintió que debía cuidarme, para que no estuviese sola. Será quizás por el sentido de comunidad que suele tener este tipo de colectivo, en que no se deja a nadie fuera, aunque sea forastero. O tal vez fue que le caí bien, a pesar de que no soy el tipo de persona a quien se le pegan los niños.

Natalia termina por fin todos sus trabajos, y nos tomamos un par de días, antes de irnos, para ir al lago del Balneario, en las afueras de la ciudad, recorrer Tacuarembó en bici, ir a cenar, beber mate o cerveza con su hermano y su cuñada a la vereda (en la puerta de casa), todo menos planear nuestro viaje, como teníamos pensado. Sólo sabemos que de aquí nos vamos a Montevideo, de allí a Buenos Aires, y de allí al Machupichu. Pepo y Carol hicieron este viaje tiempo atrás, así que nos cuentan anécdotas y nos advierten sobre Bolivia, lugar de paso entre Argentina y Perú, donde, por lo visto, es fácil perder la paciencia.

Dejamos Tacuarembó cargadas con nuestras mochilas, formato de viaje que nunca habíamos compartido, y emprendemos la aventura que tanto habíamos esperado.

martes, 10 de enero de 2012

Sao Paulo

Estos larguísimos trayectos en bus jercen una acción terapéutica en mí. Pienso, pienso y re-pienso mientras veo Brasil transcurrir al otro lado de la ventana. La música que emana mi tablet va meciendo mi espíritu a diferentes ritmos, aunque la dosifico ya que el androide sólo tiene siete horas de autonomía y este viaje dura muchas más.

He quedado con Alex que lo llamaré desde la estación de bus cuando llegue. Escucho su voz, después de cinco años, y me resulta un poco más seria. Bueno, debe rondar los 50 ya, y tiene dos niños. Los años locos de Londres, donde nos conocimos, se acabaron supongo.

Un bus que demora una eternidad en llegar me lleva, otra eternidad más tarde a San Bernardo do Campo, municipio anexo a Sao Paulo donde viven Alex, Regina y su familia. Este me espera delante de la iglesia, donde finalmente me deja el bus, y dentro del coche veo sentados a una mini-Regina y a un mini-Alex. A Zara la conocía cuando tenía un mes de vida, en Londres. A Kian sólo lo había visto en fotos. La versión "papá" de Alex es nueva para mí y, además, él pasa más horas en casa que Regina por lo que es un "papá-mamá", y como buen cancer que es, le va el papel.

Los niños no se cortan un pelo conmigo y en seguida me hacen partícipe de sus juegos, me enseñana las Havaianas de Princesas de Disney de Zara, y la colcha de Cars de Kian, y me hacen un hueco en su habitación donde dormiré estos días. Realmente, sólo le pedí a Alex que me acogiese un par de noches, pero este insiste en que me quede más, que el domingo ha organizado una comida temática en casa de unos amigos y, estando yo aquí, habían pensado en una comida española, y en que les podría cocinar nada menos que una paella.

Bueno, me digo que unos días en familia no me vendrán mal, además me gustaría pasar algún tiempo con Doroti, la madre de Alex, con quien tan buenas migas hice en mi primer viaje a Brasil, once años atrás. Lo de la paella, ya veremos, nunca he cocinado una.

Mientras los niños duermen la siesta, Alex y yo nos ponemos al día. Hace ya unos tres años que dejaron Londres, el mito del retorno de los emigrados los alcanzó igual que a mí. Y, de la misma manera, se dieron cuenta que volver a casa no es fácil, después de tantos años, y que las expectativas que uno se crea no acaban de cumplirse del todo. Desde luego, haber vivido en un país europeo y volver con un inglés fluído, abre muchas puertas. Sin embargo, en el proceso nosotros nos hemos transformado, y nuestro hogar de orígen también se ha transformado, y sentimos que ya no pertenecemos del todo a él, ya que una parte de nosotros se ha quedado en ese otro lugar, del cual hicimos nuestro segundo hogar, por elección, y del que sentimos ahora una gran nostalgia.

En mi caso, la nostalgia ya no es sólo de Londres, sino del hecho de ser extranjera. Me siento bien en mi papel de "outsider". Me gusta llegar a conocer un idioma que no es el mío, una forma de hacer diferente, y aún así sentir que puedo pertenecer a cualquier lugar, o que no necesito pertenecer a ninguno. Supongo que esto responde a mi naturaleza nómada-exploradora, y que por eso estoy considerando montar mi centro de terapias aquí en Brasil. Tiempo atrás, hablábamos con Alex y Regina de crear un negocio juntos en alguna playa bahiana. Compraríamos terreno y construiríamos una "pousada" con servicio de terapias. Ellos llevarían la parte hotelera y yo las terapias.

Pero Brasil ha ambiado mucho desde entonces. Hoy en día es un BRIC (Brasil, Rusia, India, China), una de las potencias emergentes, de hecho es la 5ª potencia mundial (habiendo desbancado a Gran Bretaña recientemente), su moneda es fuerte, y ya no se compra terreno con mil libras como antaño. Comento con Alex y Regina, con una copa de vino, mis charlas con Suely y Cristian, ambos con negocios en Capao. En ambos casos, y por lo visto en la mayoría de casos, los negocios en este tipo de localidades van en función del turismo, por lo que son de temporada y sus dueños no viven de ellos sino de dinero europeo. Es decir, viajan a Europa, hacen dinero (artesanía, trabajos varios, incluso contrabando de diamantes o drogas) para poder vivir la vida bucólica de Capao. Pero ni esta dinámica es posible ya, teniendo en cuenta la crisis europea y el auge económico de Brasil. Respecto a este auge les comento que, a primera vista, no veo los signos de prosperidad del país. Las comunicaciones no están mejor (carreteras, transporte público), y el aspecto de las ciudades no ha mejorado. Lo que sí ha cambiado es el precio de las cosas y el valor de la moneda: ¡está todo carísimo! Por lo que me cuentan, la economía se ha movido y hay más trabajo, cosa de la que me alegro, pero creo que Barcelona ha cambiado más en los últimos 8 años que Sao Paulo o Salvador.

Lo de que me alegro que se haya movido la economía, es por ellos realmente, no por mí, ya que mi falta de información y planificación del viaje (es que me gusta improvisar) hizo que diseñara un presupuesto muy poco realista. Por lo que estarme unos días en casa de Alex me viene de perlas, ya que va a minimizar los destrozos, ya que no tengo que pagar alojamiento, y además, Alex no me deja pagar casi nada, compro algunas cosas (panetone, vino) cuando él no está. Siempre tuvo esta actitud ligeramente paternalista hacia mí, y la sigue teniendo, sólo que yo ya no tengo 25 años, como cuando nos casamos, sino casi 40. Será porque continúo sin pareja estable, ni trabajo estable, ni vivienda estable, y viajando con poco dinero, que me ve como una cabecita loca. O será que se siente aún en deuda conmigo, aunque yo considero la deuda más que saldada.

El caso es que paso estos días infiltrada en su rutina familiar de horarios de colegios y trabajo, siestas, y reunión familiar cuando Regina vuelve a casa por la noche. Zara y Kian son adorables, cariñosos y divertidos, pero cada vez que convivo con niños me acuerdo de porqué no tengo hijos. Soy demasiado anarquica para tanto horario, no tengo paciencia, y necesito mucho, pero mucho tiempo para mí misma. En estas condiciones, es mejor que no haya sido madre a pesar de que el reloj biológico retumbe a veces en mis entrañas.

El fin de semana se acerca y con él la paella de marras. Lanzo un S.O.S. vía mail y para mi sorpresa me llueven recetas. Qué calladito se lo tenían todos, ninguno de mis amigos me ha invitado nunca a una paella y de repente resulta que hay como quince expertos paelleros entre ellos. Hago un pequeño estudio de las diferentes posibilidades y finalmente opto por una de las recetas, la que está mejor explicada.

Cuando vamos a comprar los ingredientes al mercado, Alex se divierte escandalizandoa una vendedora, que lo conoce de años a él, a Regina, y a Mercedes, ex-mujer de Alex, contándole que soy su otra ex-mujer. La mujer cree que le está tomando el pelo, pero cuano entre risas se lo corroboramos, la pobre no sabe a dónde mirar y se limita a darle el cambio. Hace lo mismo con su acupuntor, al cual le acompaño, y este sin más preguntas, se concentra en sus agujas.

Paso un día con Doroti, a la cual encuentro sólo un poco más delgada, pero con ese espíritu juvenil suyo que la hace parecer una chavala. Charlamos, comemos, tomamos café, me siento muy a gusto con ella. De hecho, me siento a gusto, en general, entre mujeres porque siento que todas las mujeres del mundo son mis hermanas, y que todas las madres son mis madres. Ojalá tuviese este sentimiento fraternal con los hombres también.

Llega el domingo paellero y yo me encomiendo a todo aquello en lo que creo para que salga bien. Por lo menos, las gambas que hemos comprado son enormes, o sea que algo comeremos. He cocinado también una tortilla de patatas para acompañar y hemos conseguido vino español. Anesia, Jack y sus hijas, nuestros anfitriones, son de lo más amables, viven en un hermoso apartamento con vistas a Sao Paulo, y cuentan con una cocina bien equipada. Pero no tienen paella para cocinar la paella, por lo que decido duplicar el proceso en dos sartenes grandes. Me concentro en el trabajo, Anesia y Regina me asisten y Jack me alcanza un caipirinha que contribuye a mi inspiración. No tengo muy claro en qué momento el arroz alcanza su punto, pero después de dos horas cocinando decido dar la paella por terminada. Servimos la mesa, hemos preparado también pan con tomate y sangría, y cuando lo veo todo junto me da la sensación de estar comiendo en casa de mi madre. La paella pasa la prueba aunque creo que le falta un poco de sal y quizás algún condimento más, pero es contundente. Durante la comida, Alex y yo relatamos nuestra peculiar historia, pero creo que este tipo de situaciones sólo se entienden cuando se han vivido en las propias carnes o muy de cerca.

Cuando me voy de casa de Alex, me invade una profunda sensación de tristeza. Mientras espero el bus en la estación, hago un pequeño duelo por no haber compartido más cosas con Alex y Regina, por su desencanto con la vuelta a casa, que es mi desencanto con mi vuelta a casa, porque Brasil ya no es más la tierra prometida que yo recordaba, y porque mi plan de montar un centro en este país se desmorona.

Pero cuando llega el bus que indica Santana do Livramento, me animo un poco. Dejo Brasil pero voy hacia algo que he esperado durante largo tiempo: a reencontrarme con mi amiga Natalia.

lunes, 9 de enero de 2012

Brasilia

No estaba en el plan, pero cuando llego a la estación de autobuses de Seabra, a un par de horas de Capao, no me dan buenas opciones para llegar a Belo Horizonte, como tenía planeado, así que me digo que puede ser interesante visitar Brasilia, la capital del país, que me viene más o menos de paso hacia Sao Paulo.

El bus sale a las 11:00 de la mañana y llega allí, me dicen, sobre las 6:00 del día siguiente, pero cuando echo cuentas no me salen los números ya que son 14 horas de viaje, y 11 más 14 son 25, o sea, las 3:00h de la mañana. Vuelvo a preguntar, aunque ya he comprado el billete, y esta vez me dicen que llegamos a las 4:30h. Ya empezamos. No quiero llegar de madrugada a ningún lugar, pero el taquillero me asegura que en la terminal de Brasilia hay movimiento a todas horas. No estoy muy segura de que este señor haya estado nunca en esa terminal y me quedo con la mosca detrás de la oreja. Para más INRI me parece recordar que en Brasilia es una hora menos, y si es así llegaremos a las 3:30 de la madrugada, lo que más detesto en los viajes. Este pensamiento me incomoda un poco, pero no quiero amargarme el viaje y, para distraerme echo mano de mi tablet. Björk me susurra al oído, y con ello me duermo un rato. Más tarde, la Mari de Chambao me dice que poquito a poco va entendiendo que no vale la pena andar por andar, que es mejor caminar para ir creciendo, estoy de acuerdo con ella. De hecho, reflexiono acerca de lo sucedido en Capao, de mi proyecto de negocio, y de las ganas que tengo de encontrarme con Natalia. 14 horas dan para mucho pensar y yo no consigo dormir demasiado en los autobuses. Pero entre mis pensamientos e infiltra el temor de llegar a las 3 de la mañana a una estación de autobuses desierta e inóspita, sin una dirección de albergue donde ir. Pregunto un par de veces más a los conductores del bus, y cada vez me sale una hora distinta. Sé que el miedo no es un buen compañero de viaje, y que angustiarme por algo que todavía no ha sucedido y que quizás no suceda es una pérdida de tiempo. Pero no consigo evitar preocuparme un poco. Sólo Amy Winehouse lo ahuyenta por un rato asegurándome, con su potente voz, que no piensa ir a rehab.

Cuando finalmente entramos en Brasilia a las 4:30h de la mañana, el bus para en una estación vieja y oscura al lado de la carretera donde hay alguna gente esperando. Había decidido que si la estación era así, le pediría al conductor de continuar en el bus hasta Goiania, donde llegaríamos después del amaneer. Pero alguien me dice que esto es sólo un apeadero y que aún falta media hora para la terminal de Brasilia. Al llegar a esta observo con alivio un edificio moderno que, una vez dentro, se me antoja como un aeropuerto, con sus cafeterías, punto de información turística, filas de asientos frente a pantallas de televisor, baños públicos y gente por todas partes. Definitivamente, asustarse antes de tiempo es sufrimiento gratuito.

De todos modos me toca esperar a que Brasilia despierte antes de que llegue el personal de información turística y me den la dirección de algún albergue. Resulta que sólo hay uno en Brasilia y es carísimo, caramba con Brasil, realmente se han puesto las pilas.

Un metro me lleva a una estación de autobuses en el centro de la ciudad, punto neurálgico de la metrópolis, y de allí tomo el omnibús número 143 como me han indicado. Le muestro a la taquillera el extraño código de números y letras que hace referencia a la dirección del albergue (no tienen nombres aquí las calles) para que me indique dónde bajarme, pero esta se equivoca y, una vez en tierra, descubro que estoy en un polígono industrial en el norte de la ciudad. La mochila pesa, no encuentro la otra estación de autobuses que alguien me ha indicado, sólo veo coches y naves y empiezo a agobiarme un poco. Cuando estoy al borde de la lágrima, veo a dos mujeres y a un chico en una pequeña parada de bus, y voy hacia ellos. Me dicen que aquí para el 143 que me lleva de nuevo al lugar de partida, donde puedo volver a intentar llegar al albergue. Menos mal. Llegan más mujeres, todas con similares bolsas blancas de plástico y cajas de zapatos dentro. Como es sábado, les pregunto si es que hay un mercadillo cerca. Me dicen que no, que han sido contratadas todas por una empresa de limpieza y que vinieron a buscar el uniforme. Qué suerte la mía, de otro modo no creo que hubiese habido nadie en esa parada de bus.

Afortunadamente, este mismo bus me deja en la puerta del albergue, que es feo de narices, pero cuenta con personal muy agradable. Además, por tener el carnet H.I. (Hostelling International) me hacen un buen descuento, menos mal, todavía ando sufriendo por mi economía, después del sablazo del Valle del Paty.

Una vez acomodada, salgo a explorar la ciudad. Parece que todo empieza y termina en la estación central, desde donde veo la Esplanada de los Ministerios, la Catedral, y un edificio en forma de planeta, con su órbita y todo, que resulta ser un museo. Dentro, una exposición de un fotógrafo brasileño muestra expresivos y cautivadores retratos de los integrantes de una tribu angoleña.

Pero no veo bares en esta ciudad de amplias avenidas y espaciosos parques. Ni escuelas, ni tiendas (aparte del centro comercial). No hay casco viejo, es una ciudad verdaderamente marciana. Me consigo, de milagro, unos pocos ingredientes para cocinar pasta para la cena, y vuelvo al albergue. No hay ambiente ninguno en esta ciudad, por lo que me digo que aprovecharé para escribir este fin de semana.

Pero el Universo tiene otros planes para mí y me coloca, como compañera de litera a Oana, una rumana que vive en Chile y que está tan perdida en Brasilia como yo. Así que decidimos explorar juntas la ciudad. Para mi fortuna y sorpresa, Oana es arquitecto y, si algún interés tiene Brasilia, es la arquitectura. Gracias a ella la ciudad cobra sentido, al menos histórico, y empiezo a entender su extraña estructura.

Por lo visto no fue diseñada para el aterrizaje de extraterrestres, como yo pensaba (creo que se sentirían aquí como en casa), sino que fue un proyecto arquitectónico de los años 60, en que Brasil decidió construirse una capital en mitad del país y de la nada, y repartió el terreno entre unos cuantos arquitectos para que se esplaiaran. Oana me comenta que el estilo de los principales edificios es modernista, sobrio y funcional, y de dimensiones descomunales. Por lo visto, en la época no se tenía en demasiada consideración el urbanismo como conjunto, así que se dedicaron a plantar sus gigantescas creaciones aquí y allá, rellenándolo todo con avenidas y grandes extensiones de hierba. Con el tiempo se dieron cuenta que no habían construido una ciudad para el ser humano, que se siente como una hormiga en ella, lo aseguro, pero ya era tarde. Bueno, por lo menos los arquitectos se lo pasarían bien.

La verdad es que la ciudad intimida un poco y en dos días no nos topamos con ningún otro mochilero o turista, ni con nadie de aspecto caucasiano. Ni siquiera en el albergue, donde los demás son todos estudiantes de otras ciudades que vinen por exámenes. Yo no llamo tanto la atención, pero Oana es rubia, de piel blanquísima, con ojos claros y más alta que la media de los habitantes de esta ciudad. Por lo que atrae muchas miradas, cosa que la incomoda un poco. No se siente segura aquí, y no me extraña, yo tampoco mucho.

A pesar de todo, decidimos aventurarnos un poco más allá de centro, y nos subimos a un bus que nos va a llevar al puente JK. En el bus, las marcianas somos nosotras, no hay un sólo extranjero y todos son muy morenos. La intención es bajarnos en el puente, tomar fotos, pasear un poco y volvernos en el mismo bus, en la otra dirección. Pero tal y como nos acercamos a nuestro supuesto destino, vemos que, de nuevo, no hay bares, ni tiendas, ni gente en la calle, ni nada más que casas cerradas a cal y canto. Sin decirnos nada, pues las dos sabemos lo que estamos pensando, pasamos de largo el puente esperando en vano ver un poco más de animación más adelante. Pero rponto tenemos que rendirnos a la evidencia de que ningún lugar nos va a parecer seguro y apetecible para abandonar el bus. Así que verbalizamos nuestros pensamientos y concordamos en pedirle a la taquillera que nos deje quedarnos en el bus hasta el final de la línea, para volver con él hasta donde nos subimos. La taquillera nos mira extrañada pero asiente. Algunos de los pasajeros nos hace preguntas, que de dónde somos, etc. Oana me pregunta si estoy asustada, le digo que mientras estemos dentro del bus no.

El trayecto parece no acabar nunca y, tal y como nos alejamos del centro de Brasilia, nos vamos adentrando en barriadas muy diferentes del proyecto arquitectónico que ideó Nymeye, y dónde reconozco el Brasil de verdad. Casas desordenadas, tiendas, bares, congregaciones religiosas, gente por todas partes y calles mal asfaltadas. Aquí es pues, donde vive la gente que trabaja en Brasilia.

Al fin el bus llega a su destino, donde nos piden que nos bajemos y que subamos a otro bus de la misma línea que está a punto de salir hacia la ciudad. Sólo unos metros nos separan del otro vehículo pero son unos metros críticos en que nos vemos rodeadas de los habitantes de este lejano y destartalado barrio. Corremos hacia el otro coche, algunos quieren ayudarnos pero no les damos tiempo. Saltamos dentro y nos instalamos cerca del conductor, como si fuese a salvarnos de algo. Debemos haber sido la sensación del día para los vecinos de este lugar.

El trayecto de regreso se nos hace corto, Oana incluso se atreve a sacar su super-cámara de fotos para retratar el puente de marras desde dentro del bus. Cuando ya estamos llegando de nuevo a la estación, me digo que hemos sido un poco paranoicas, claro, ahora que ya todo ha pasado, se ve de otra manera. O quizás no. Quizás ese barrio cuyo suelo pisamos durante breves segundos sea uno de esos lugares sobre los que el Lonely planet advertiría: "hagas lo que hagas, no vayas".

Me molesta tener esta sensación de miedo en Brasil. Siempre he defendido, por mi experiencia de anteriores viajes, que Brasil no es tan peligroso como lo pintan. Que sus gentes son amables, amistosas y muy amorosas. Que Brasil no sólo son favelas y crimen, que la mayor parte de los Brasileños son gente de gran corazón. Sin embargo, aquí en Brasilia, con sus calles desiertas, su ausencia de turistas y con Oana atrapando miradas continuamente, pobre, no puedo evitar sentir una sensación de inseguridad que no me gusta. Como dije, creo que el miedo es un mal compañero de viaje y atrae la mala suerte. Generalmente es inevitable sentirlo, pero tiempo atrás aprendí que es posible neutralizarlo. Precisamente aquí en Brasil, en mi segundo viaje a este país, leí dos veces del tirón un libro llamado "Feel de fear and do it anyway" (siente el miedo y hazlo de todos modos). Fue muy liberador ya que en lugar de ofrecer estrategias para no sentir miedo, lo que sugería era aceptarlo y aprender a convivir con él. Esto me ha servido mucho posteriormente en situaciones de cierto temor, como por ejemplo antes de una charla en público, en que he sentido mi corazón y respiración acelerarse y mi voz temblar, y me he dicho que es normal, que no pasa nada porque me tiemble la voz el primer minuto o dos, que luego se va a pasar. Me he permitido sentir miedo y este, al cabo de poco, ha cedido. He encontrado esta estrategia mucho más efectiva que la de respirar hondo y obligarme a no estar nerviosa.

Así pues, me digo, no voy a permitir que el miedo (muchas veces infundado) me impida seguir conociendo Brasil ni cualquier otro lugar. Quizás es que hace mucho tiempo que no estoy por aquí y me dejo llevar por prejuicios. De hecho, comentamos con Oana que, muy a nuestro pesar, las pieles oscuras de este lugar nos predisponen, aunque quizás nuestras pintas los predispongan a ellos. Bueno, al menos sabemos que es sólo un prejuicio y somos conscientes de él. Probablemente nos hemos puesto un poco paranoicas, pero si hubiera por lo menos barecitos, músicos en la calle o niños saliendo de la escuela, nos sentiríamos de otra manera aunque alomejor estaríamos corriendo mayores riesgos de que nos robasen.

De todos modos me digo que el interior de Brasil es muy distinto a la costa, aunque Brasilia no es realmente una ciudad representativa de este país. Es un invento que plantaron en mitad de su territorio, muy ajeno a su realidad para que los marcianos se sientan bienvenidos cuando nos invadan.