domingo, 4 de marzo de 2012

La Paz

Hay veces en que los trayectos más cortos son los más complicados. Sólo cuatro horas separan Copacabana, en la otra orilla del Titicaca, de La Paz, pero son cuatro horas muy moviditas. Para empezar, conseguir un lugar en las pocas barcas que salen por la mañana de la Isla del Sol (y la única otra opción es a las tres de la tarde), es todo un reto ya que, por lo visto, han vendido más tiques que espacios hay en las barcas, y aquí no importa quién ha llegado antes, sino quién corre más. Por suerte me hago con un lugar en una de las barcas, casi a empujones, y consigo pasaje de Copacabana a La Paz. Sólo que, a medio camino nos hacen bajar del bus porque hay que atravesar un estrecho del lago, y para eso tenemos que comprar otro tiquete (de lo cual, por supuesto, no nos habían informado) para subir a otro barquito que nos lleve a la otra orilla. Nuestro bus hace lo mismo transportado por una balsa. No sabemos bien dónde hay que esperarlo para montarnos de nuevo en él, ya que no ha desembarcado donde nosotros, y nos seguimos unos a otros esperando verlo aparecer. Finalmente asoma por una calle y, una vez en él de nuevo, recorremos el hermoso paisaje montañoso del altiplano hasta La Paz. Pero antes de llegar, un desfile folclórico detiene el bus durante un rato en “El Alto”, ciudad periférica en la cima del valle donde se encuentra la capital, a la cual llegamos, por fin, de tardecita.

Nunca he sido muy fan de las ciudades latinoamericanas (hasta que conocí Cusco, claro), pero La Paz me viene de paso y siento que es parada obligatoria. Así que le dedico tres noches en un albergue muy céntrico donde me ponen una pulserita identificativa la cual me da derecho a una cerveza gratis cada noche de mi estancia, en el bar del albergue. Así que, después de cenar, subo los cuatro pisos que llevan hasta el bar (despacito, ya que La Paz está muy alto y sigo asfixiándome a cada dos pasos) y reclamo, alzando mi muñeca al chico de la barra, mi cerveza. Mirando a mi alrededor percibo que, tanto los camareros como los clientes de este lugar no son de orígen latino, y oigo hablar predominantemente inglés. Incluso el Quizz que llevan a cabo un poco más tarde, se realiza en este idioma. No he hablado mucho inglés en este viaje, así que no me importa practicar un poco, y lo hago con un chico que está solo parado en la barra, como yo.

La conversación gira alrededor de lo de siempre entre viajeros: ¿de dónde eres?, ¿cuánto tiempo llevas viajando? ¿de dónde vienes? y ¿hacia dónde vas?. Lo de ¿a qué te dedicas? Viene más tarde, cuando ya hay un poco de confianza. Me recuerda a cuando recorrí el Camino de Santiago, en que la pregunta no era “Hola, ¿qué tal?” sino “Hola, ¿qué tal tus pies?” Y acababas sabiendo mucho de los pies de la gente y poco de sus vidas. La verdad es que, después de un tiempo, este tipo de charla inicial se vuelve monótona y predecible, ya que estoy, por lo visto, en una ruta comúnmente transitada, y todo el munco ha ido o va a ir a Uyuni, la Isla del Sol y a Cusco. Todos tenemos fotos en el Facebook saltando en el salar y con el Machupichu de fondo (como he comprobado muchas veces espiando al de al lado en el ciber). Sólo que estos días la mayoría parece ir de subida, hacia Perú, y yo voy de bajada, hacia la frontera con Brasil, en el sureste de Bolivia.

Pero con la ayuda de unas cervezas es fácil hablar de cualquier cosa y me quedo charlando con mi reciente amigo holandés, hasta que siento que si bebo más no voy a saber encontrar mi habitación, así que me retiro prudentemente.

Recorro La Paz a mi aire, empezando por el centro histórico, donde hay más ambiente y abundantes tiendas de artesanía, y donde encuentro, en la plaza de San Francisco, una protesta de discapacitados físicos. Alguien me había comentado algo al respecto pero Celia, representante del movimiento, me lo explica mejor cuando me acerco a firmar por su causa. En Bolivia la sanidad es privada, por lo que es fácil imaginar que no hay cobertura pública ninguna para el colectivo de discapacitados, los cuales cuentas sólo con sus propios recursos (quien los tiene) para sobrevivir. El gobierno, a pesar de ser populista, les dice que no son representativos de la sociedad como para dirigir fondos públicos hacia ellos, aunque las estadísticas dicen que son más de un 10% de la población. Así que llevan unos años sacando sus sillas de ruedas a la acalle, y haciendo ruido para que los escuchen. Pero por lo visto Evo tiene otras prioridades en su agenda, y el resto del mundo apenas sabe que existe Bolivia. Triste historia, pero toda una inspiración el coraje y la persistencia de esta gente que no se conforma y no se rinde. Particularmente en el caso de Celia, licenciada en psicología pero sin posibilidades de ejercer en su país por causa de su discapacidad, y que se resiste a irse a vivir a España con su hermana, donde la Seguridad Social le daría más cobertura, y donde podría tener una vida más normalizada. En lugar de eso, prefiere quedarse aquí a intentar construir una Bolivia mejor. Me da mucho que pensar.

Más tarde, los pies me llevan a una pequeña galería de arte en la que se exhiben unos preciosos cuadros de estilo contemporáneo y motivos bolivianos. Me cautivan las formas y los colores, así como las texturas, pero sobretodo unas bellas representaciones de “cholitas” al desnudo. Me parece de lo más atrevido ya que las mujeres bolivianas destacan por su recato. Felicito al pintor, sentado detrás de un escritorio y que parece ser de mi quinta, por su trabajo y entablamos conversación. Me pregunta por la crisis en Europa, y le digo que nos la hemos ganado por ingenuos, le expreso mi admiración por la belleza de Bolivia y le confieso mi previa ignorancia respecto a este país, y me comenta que el boliviano vive “de espaldas a sí mismo”. Y, realmente, este es un país que no se exhibe al mundo, quizás por que está todavía con el culo al aire, y su colorido folclore no consigue ocultarlo, a diferencia de lo que acontece con otros países de esta franja como Perú.

En mitad de la charla entra en la tienda una pareja que saluda familiarmente al pintor y le entregan una invitación para la inauguración de una exposición de acuarelas esta noche. El pintor les pide otra invitación para mí e insiste en vernos más tarde en la exposición. Me comenta también que tiene un amigo viejito con quien va a tomar vino y a charlar a unos barecitos en no se qué interesante parte de la ciudad, y le encantaría que yo los acompañase. Salgo de allí encantadísima, mi imaginación se dispara y de repente me siento musa de un pintor. Pero mi ingenua fantasía se convierte rápidamente en humo cuando por la noche voy a la exposición y el pintor no se presenta. Me río un poco de mi misma, agarro el vaso de vino que alguien me ofrece y me dispongo a examinar las acuarelas.

Un señor de pelo cano y mirada afectada por el vino me ofrece una visita guiada a la exposición. También es acuarelista y amigo del difunto autor de las obras que observamos. Cuadro tras cuadro me habla de “trazos espontáneos” en los “paisajes paceños” que muestran las acuarelas. A mí me fascina la precisión de las pincelada, que me sugieren una disciplinada técnica en un tipo de pintura como esta, que no admite fallos. Entre obra y obra, mi improvisado guía me va interrogando juguetonamente, hasta que me sugiere sacarme de paseo mañana o, mejor aún, ir a tomar algo esta noche. Me apresuro a decirle que me voy al día siguiente y que estoy agotada de caminar todo el día, pero este gato viejo no se da por vencido fácilmente, y se me arramba mientras me retrato con toda la élite de pintores que ha quedado al final de la exposición y que mi mentor me presenta. Si mi cultura pictórica fuese más extensa, seguramente me sentiría como el protagonista de “Midnight in Paris”, en medio de tanto artista célebre. Hay uno que incluso me recuerda a Picasso, o será el vino este que me han dado, que no es muy bueno. Pero no se quién es nadie, por lo que no me abruma que estas celebridades bolivianas se interesen por mí y me traten, por un ratito, como una invitada de honor. Bueno, tengo que decir que ser de Barcelona es una muy buena carta de presentación ante cualquier público, ya que mi ciudad hoy en día parece ser la niña bonita de Europa, además de contar con un equipo de fútbol con seguidores en todo el mundo, pero particularmente ante un artista, siendo una ciudad tradicionalmente vanguardista en lo que se refiere al arte.

Al día siguiente no voy de paseo con el señor canoso, sino que visito  el Valle de la Luna, una peculiar formación rocosa a las afueras de la ciudad, que me da la impresión de estar en un hormiguero. Por la tarde callejeo el barrio de Sopocachi, donde se desarrolla, por lo visto, la vida nocturna de La Paz. Pero no llego a conocer esta, ya que la única vida nocturna que hago en esta ciudad es en el bar del albergue, donde si voy en la “happy hour” no me dan sólo una cerveza gratis mostrando mi pulserita, sino dos. Para la última noche me he apuntado a la cena del albergue, ya que tienen menú vegetariano, y comparto la mesa con mi amigo el holandés y con un amigo suyo de Alabama, con quien hago migas rápidamente. Ambos son también vegetarianos, como lo era la chica irlandesa con la que cené la primera noche aquí en La Paz ¿será coincidencia? Les hago a todos la misma pregunta: “¿cómo lo hacen en Latinoamérica, donde la carne está tan presente en todas partes?” Simplemente, no comen carne ni pescado porque son vegetarianos. Esto me hace reflexionar acerca de mi compromiso con el vegetarianismo, el cual he traicionado comiendo pescado (pero no carne, desde hace unos trece años), cuando las opciones han sido exiguas. Y como en los últimos dos años he viajado bastante, sobretodo en España, donde no comer jamón parece ser una ofensa nacional, ha habido muchas ocasiones en que he optado por algo de pescado. Aunque cuando lo he podido evitar, como cuando he viajado por Asia, paraíso de los vegetarianos, lo he evitado. Rememoro la época en que fui casi vegana, unos años atrás, en que registré los más elevados niveles de energía de mi historia personal y me digo que este es un compromiso que quiero mantener, por una cuestión de convicción así como de salud, y porque es una pieza más del puzzle que estoy intentando recomponer.

El chico de Alabama me cuenta que tiene un negocio en su ciudad, un B&B, del que se hace cargo una agencia, y él sólo se ocupa de recibir una renta mensual que le permite viajar todo el tiempo. Durante unos años trabajó en ello como una hormiga, pero a sus cuarenta y nueve le llegó el momento de ser cigarra, y dejar que el negocio lo gestionen otros, para él dedicarse a viajar. Esto lo convierte rápidamente en mi héroe personal, ya que esto es, definitivamente, a lo que yo quiero llegar.

Pero los héroes tienen también debilidades humanas y este se interesa por la localización de mis tatuajes. Se los mostraría pero estamos en un albergue, y tengo diarrea, y me voy mañana, así que le digo que mejor en otra ocasión, ya que los viajeros siempre acabamos encontrándonos de nuevo en otro lugar.

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