miércoles, 18 de enero de 2012

Tacuarembó

Aunque generalmente disfruto los largos trayectos en bus, en este caso no puedo evitar ponerme un poco impaciente. Después de veinticuatro horas, cuando todavía faltan cuatro, ya no quiero pensar más, ni escuchar música, ni mirar por la ventana ni dormir, quiero llegar y encontrarme con mi amiga. Hace como un año y medio que no nos vemos, aunque hemos estado en estrecho contacto por teléfono y por mail, además de telepáticamente, como cuando trabajábamos en el crucero.

Cuando el bus finalmente llega a Santana do Livramento, la veo antes que ella a mí. Quería inmortalizar este momento así que tengo preparada la cámara en función vídeo, y registro para siempre el preciso instante en que me ve al otro lado de la ventana del bus.

http://www.youtube.com/watch?v=m8gD0W9BYSE&feature=youtu.be


Una vez pasada la emoción inicial, aprovechamos el trayecto, en otro bus, que nos lleva desde Ribera (en el lado uruguayo de la frontera) hasta Tacuarembó, para ponernos al día charlando sin parar. Y la ciudad de Natalia, al norte de su país, me recibe al atardecer con un aire cálido y sorprendentemente aromático que me hace sentir que he llegado, al fin, a algún lugar.



Nos sentamos por la noche a tomar cerveza en la puerta de su casa, y se me hace el placer más inmenso del mundo, con este calorcito, la cerveza, una buena amiga, y un viaje al Machupichu por delante, ¿qué más puedo pedir?

Natalia todavía está trabajando estos días y le pidor por favor que ni ella ni su familia se estresen porque esté yo aquí. Sólo quiero relajarme, ver películas, escribir y tomar cerveza por las noches en la puerta de casa. Y así hago, a la vez que voy poniendo caras a los personajes de la vida de mi amiga, de quienes tanto he escuchado hablar: su abuela, Elvira, que me impacta con su personalidad de leona, su hermano y cómplice incondicional Pepo, la mujer de este, Carol, y los sobrinos Tiago y Maya, además de otros familiares, compañeros de trabajo y amigos que voy conociendo en el transcurrir de su rutina, de la cual soy testigo estos días.

Aprovecho también este descanso para aficionarme al mate, y para substituir el verbo "coger" por "agarrar" en mi vocabulario, ya que por la zona del Río de La Plata, lo de "coger" tiene connotaciones sexuales y prefiero evitar malentendidos.

Uno de los empleos de Natalia es como profesora de teatro en un grupo de adolescentes de un barrio marginal de esta ciudad. Les queda tan sólo para finalizar el curso un ensayo general y, al día siguiente, la obra. Me invita a acompañarla, y así hago. El aspecto de esta barriada denota una población muy humilde: calles sin asfaltar, casas simples y destartaladas, niños descalzos correteando aquí y allá y perros sin dueño campando a sus anchas. El "salón comunal" donde ensayan y donde tendrá lugar la obra es un edificio de cemento de una sola planta, cuatro paredes, un cuartito al fondo que hace las veces de vestuario, y unos lavabos que no funcionan. Me he encargado de diseñar unas tarjetas de invitación para la obra, en forma de mariposa, de las cuales Natalia ha hecho fotocopias en cartulinas de colores, y mientras ella ensaya con los chicos, me dispongo a recortarlas. Al poco empiezan a acercarseme niños de varias edades, que no participan en la obra pero que pasan la tarde pululando por el salón comunal. Me miran, me preguntan, se me suben encima, me quieren ayudar a recortar y, en definitiva, me adoptan. Pronto tengo una pequeña multitud de niños despeinados y desaliñados reclamando sus mariposas de colorines, como si de pan con chocolate se tratase. Me fascinan sus caritas en las que se mezcla la inocencia propia de su edad con la picaresca de los niños que se crían en la calle.

Y me fascina la solera de Natalia en su papel de profesora de teatro. Hasta ahora sólo la había visto como camarera en el crucero, aunque tenía presente que es mucho más que eso. La veo desenvolverse con soltura como jefa del grupo y liderar el ensayo en medio de tremendo griterío. Me hace sentir orgullosa de ella.

Me doy cuenta de que me siento, de alguna manera, cómoda y en mi salsa en este ambiente, a pesar de mi condición de intrusa. Me digo que será por haber estudiado Trabajo Social en la universidad, y haber realizado voluntariados sociales en diversos países, aunque luego la vida me llevase a dedicarme a las terapias naturales. Y de repente me acuerdo de mi intención, cuando volví a vivir en Barcelona, de conjugar los dos ámbitos creando una Asociación de Terapias Naturales. Se iba a llamar A.P.T.C. (Asociación para la Promoción de las Terapias Complementarias), y jugaría con lo de "te a.p.t.c. un masaje?". Pero para crear una asociación se necesitan tres personas y no encontré a otros dos tan dispuestos como yo a llevar a cabo el proyecto. Además, me topé con un bar que se llamaba A.P.T.C. precisamente. Quería continuar con la línea que había iniciado en Londres, en que en la última temporada trabajé como reflexóloga en un Centro Cívico, donde los últimos seis meses me contrataron para crear un servicio de Terapias Complementarias para gente con pocos recursos, dentro del mismo centro. Lo llamé "Holistic Care", y un año después de mi partida, cuando volví de visita, seguía funcionando.

¿En qué momento perdí de vista este proyecto de combinar terapias con lo social? ¿Fue en el crucero, cuando ví que mis clientes pagaban 150 dólares americanos por una sesión de acupuntura? ¿O fue durante mi tiempo en Alqvimia, en que conocí tantos centros de estética y masaje, que adopté este modelo de negocio como único formato posible? Sacudo la cabeza como despertando, y me doy cuenta de que el trabajo social es una parte de mí que quiero recuperar. Quizás deba retomar la idea de la Asociación y buscar otras dos personas que quieran implicarse, o montar una oenegé de terapias (aunque no tengo experiencia en gestión de oenegés, realmente), en lugar de montar un negocio privado. Tal vez pueda montar el centro, como tenía planeado, pero dedicar un día a la semana a colectivos desaventajados, como ya se me había pasado por la cabeza anteriormente, o simplemente dedicar parte de mi tiempo libre (si es que tengo alguno cuando monte mi empresa) a hacer algún voluntariado. El caso es que este aspecto tiene que volver a mi vida, porque es parte de mí. Será filantropía, o será por necesidad de expiar el sentimiento de culpa judeo-cristiana, pero es parte de mí. Y con esta revelación, siento que una pieza del rompecabezas se pone en su lugar.

Llega el día de la obra de teatro y el centro se llena de gente. Muchas chicas jóvenes con niños de cuello, chavales también jóvenes, mujeres mayores, más niños de todas las edades, y parece que todos han echado mano de sus buenas galas, pues vienen bien vestidos y mejor peinados, para asistir al evento. La función se llama "Nuestro Barrio", y son diferentes escenas de su vida cotidiana, ideadas por los mismos chicos.


Esta tarde, quien me adopta es Antonella, una niña de once años que viste tejanos, camiseta corta, y una gorra calada con la visera hacia atrás, que le da un aire de Huckleberry Finn a lo femenino. Es delgadita y movidiza, me dice que quiere ser modelo y bailarina, le deseo buena suerte. No se separa de mi lado durante toda la tarde, y ni siquiera me habla tanto, simplemente está conmigo. A ratos, cuando se aburre, se tumba apoyando su cabeza en mi regazo, y yo le acaricio el cabello. Cuando se anima el ambiente, salta y baila delante mío para que le haga fotos. Al final de la función reparten refrescos y pastas, y vamos juntas a asegurarnos nuestra ración. Cuando se acaba la fiesta, se despide de mí sin pena y se va para casa con los demás niños. Me quedo con la impresión de que, simplemente sintió que debía cuidarme, para que no estuviese sola. Será quizás por el sentido de comunidad que suele tener este tipo de colectivo, en que no se deja a nadie fuera, aunque sea forastero. O tal vez fue que le caí bien, a pesar de que no soy el tipo de persona a quien se le pegan los niños.

Natalia termina por fin todos sus trabajos, y nos tomamos un par de días, antes de irnos, para ir al lago del Balneario, en las afueras de la ciudad, recorrer Tacuarembó en bici, ir a cenar, beber mate o cerveza con su hermano y su cuñada a la vereda (en la puerta de casa), todo menos planear nuestro viaje, como teníamos pensado. Sólo sabemos que de aquí nos vamos a Montevideo, de allí a Buenos Aires, y de allí al Machupichu. Pepo y Carol hicieron este viaje tiempo atrás, así que nos cuentan anécdotas y nos advierten sobre Bolivia, lugar de paso entre Argentina y Perú, donde, por lo visto, es fácil perder la paciencia.

Dejamos Tacuarembó cargadas con nuestras mochilas, formato de viaje que nunca habíamos compartido, y emprendemos la aventura que tanto habíamos esperado.

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