lunes, 9 de enero de 2012

Brasilia

No estaba en el plan, pero cuando llego a la estación de autobuses de Seabra, a un par de horas de Capao, no me dan buenas opciones para llegar a Belo Horizonte, como tenía planeado, así que me digo que puede ser interesante visitar Brasilia, la capital del país, que me viene más o menos de paso hacia Sao Paulo.

El bus sale a las 11:00 de la mañana y llega allí, me dicen, sobre las 6:00 del día siguiente, pero cuando echo cuentas no me salen los números ya que son 14 horas de viaje, y 11 más 14 son 25, o sea, las 3:00h de la mañana. Vuelvo a preguntar, aunque ya he comprado el billete, y esta vez me dicen que llegamos a las 4:30h. Ya empezamos. No quiero llegar de madrugada a ningún lugar, pero el taquillero me asegura que en la terminal de Brasilia hay movimiento a todas horas. No estoy muy segura de que este señor haya estado nunca en esa terminal y me quedo con la mosca detrás de la oreja. Para más INRI me parece recordar que en Brasilia es una hora menos, y si es así llegaremos a las 3:30 de la madrugada, lo que más detesto en los viajes. Este pensamiento me incomoda un poco, pero no quiero amargarme el viaje y, para distraerme echo mano de mi tablet. Björk me susurra al oído, y con ello me duermo un rato. Más tarde, la Mari de Chambao me dice que poquito a poco va entendiendo que no vale la pena andar por andar, que es mejor caminar para ir creciendo, estoy de acuerdo con ella. De hecho, reflexiono acerca de lo sucedido en Capao, de mi proyecto de negocio, y de las ganas que tengo de encontrarme con Natalia. 14 horas dan para mucho pensar y yo no consigo dormir demasiado en los autobuses. Pero entre mis pensamientos e infiltra el temor de llegar a las 3 de la mañana a una estación de autobuses desierta e inóspita, sin una dirección de albergue donde ir. Pregunto un par de veces más a los conductores del bus, y cada vez me sale una hora distinta. Sé que el miedo no es un buen compañero de viaje, y que angustiarme por algo que todavía no ha sucedido y que quizás no suceda es una pérdida de tiempo. Pero no consigo evitar preocuparme un poco. Sólo Amy Winehouse lo ahuyenta por un rato asegurándome, con su potente voz, que no piensa ir a rehab.

Cuando finalmente entramos en Brasilia a las 4:30h de la mañana, el bus para en una estación vieja y oscura al lado de la carretera donde hay alguna gente esperando. Había decidido que si la estación era así, le pediría al conductor de continuar en el bus hasta Goiania, donde llegaríamos después del amaneer. Pero alguien me dice que esto es sólo un apeadero y que aún falta media hora para la terminal de Brasilia. Al llegar a esta observo con alivio un edificio moderno que, una vez dentro, se me antoja como un aeropuerto, con sus cafeterías, punto de información turística, filas de asientos frente a pantallas de televisor, baños públicos y gente por todas partes. Definitivamente, asustarse antes de tiempo es sufrimiento gratuito.

De todos modos me toca esperar a que Brasilia despierte antes de que llegue el personal de información turística y me den la dirección de algún albergue. Resulta que sólo hay uno en Brasilia y es carísimo, caramba con Brasil, realmente se han puesto las pilas.

Un metro me lleva a una estación de autobuses en el centro de la ciudad, punto neurálgico de la metrópolis, y de allí tomo el omnibús número 143 como me han indicado. Le muestro a la taquillera el extraño código de números y letras que hace referencia a la dirección del albergue (no tienen nombres aquí las calles) para que me indique dónde bajarme, pero esta se equivoca y, una vez en tierra, descubro que estoy en un polígono industrial en el norte de la ciudad. La mochila pesa, no encuentro la otra estación de autobuses que alguien me ha indicado, sólo veo coches y naves y empiezo a agobiarme un poco. Cuando estoy al borde de la lágrima, veo a dos mujeres y a un chico en una pequeña parada de bus, y voy hacia ellos. Me dicen que aquí para el 143 que me lleva de nuevo al lugar de partida, donde puedo volver a intentar llegar al albergue. Menos mal. Llegan más mujeres, todas con similares bolsas blancas de plástico y cajas de zapatos dentro. Como es sábado, les pregunto si es que hay un mercadillo cerca. Me dicen que no, que han sido contratadas todas por una empresa de limpieza y que vinieron a buscar el uniforme. Qué suerte la mía, de otro modo no creo que hubiese habido nadie en esa parada de bus.

Afortunadamente, este mismo bus me deja en la puerta del albergue, que es feo de narices, pero cuenta con personal muy agradable. Además, por tener el carnet H.I. (Hostelling International) me hacen un buen descuento, menos mal, todavía ando sufriendo por mi economía, después del sablazo del Valle del Paty.

Una vez acomodada, salgo a explorar la ciudad. Parece que todo empieza y termina en la estación central, desde donde veo la Esplanada de los Ministerios, la Catedral, y un edificio en forma de planeta, con su órbita y todo, que resulta ser un museo. Dentro, una exposición de un fotógrafo brasileño muestra expresivos y cautivadores retratos de los integrantes de una tribu angoleña.

Pero no veo bares en esta ciudad de amplias avenidas y espaciosos parques. Ni escuelas, ni tiendas (aparte del centro comercial). No hay casco viejo, es una ciudad verdaderamente marciana. Me consigo, de milagro, unos pocos ingredientes para cocinar pasta para la cena, y vuelvo al albergue. No hay ambiente ninguno en esta ciudad, por lo que me digo que aprovecharé para escribir este fin de semana.

Pero el Universo tiene otros planes para mí y me coloca, como compañera de litera a Oana, una rumana que vive en Chile y que está tan perdida en Brasilia como yo. Así que decidimos explorar juntas la ciudad. Para mi fortuna y sorpresa, Oana es arquitecto y, si algún interés tiene Brasilia, es la arquitectura. Gracias a ella la ciudad cobra sentido, al menos histórico, y empiezo a entender su extraña estructura.

Por lo visto no fue diseñada para el aterrizaje de extraterrestres, como yo pensaba (creo que se sentirían aquí como en casa), sino que fue un proyecto arquitectónico de los años 60, en que Brasil decidió construirse una capital en mitad del país y de la nada, y repartió el terreno entre unos cuantos arquitectos para que se esplaiaran. Oana me comenta que el estilo de los principales edificios es modernista, sobrio y funcional, y de dimensiones descomunales. Por lo visto, en la época no se tenía en demasiada consideración el urbanismo como conjunto, así que se dedicaron a plantar sus gigantescas creaciones aquí y allá, rellenándolo todo con avenidas y grandes extensiones de hierba. Con el tiempo se dieron cuenta que no habían construido una ciudad para el ser humano, que se siente como una hormiga en ella, lo aseguro, pero ya era tarde. Bueno, por lo menos los arquitectos se lo pasarían bien.

La verdad es que la ciudad intimida un poco y en dos días no nos topamos con ningún otro mochilero o turista, ni con nadie de aspecto caucasiano. Ni siquiera en el albergue, donde los demás son todos estudiantes de otras ciudades que vinen por exámenes. Yo no llamo tanto la atención, pero Oana es rubia, de piel blanquísima, con ojos claros y más alta que la media de los habitantes de esta ciudad. Por lo que atrae muchas miradas, cosa que la incomoda un poco. No se siente segura aquí, y no me extraña, yo tampoco mucho.

A pesar de todo, decidimos aventurarnos un poco más allá de centro, y nos subimos a un bus que nos va a llevar al puente JK. En el bus, las marcianas somos nosotras, no hay un sólo extranjero y todos son muy morenos. La intención es bajarnos en el puente, tomar fotos, pasear un poco y volvernos en el mismo bus, en la otra dirección. Pero tal y como nos acercamos a nuestro supuesto destino, vemos que, de nuevo, no hay bares, ni tiendas, ni gente en la calle, ni nada más que casas cerradas a cal y canto. Sin decirnos nada, pues las dos sabemos lo que estamos pensando, pasamos de largo el puente esperando en vano ver un poco más de animación más adelante. Pero rponto tenemos que rendirnos a la evidencia de que ningún lugar nos va a parecer seguro y apetecible para abandonar el bus. Así que verbalizamos nuestros pensamientos y concordamos en pedirle a la taquillera que nos deje quedarnos en el bus hasta el final de la línea, para volver con él hasta donde nos subimos. La taquillera nos mira extrañada pero asiente. Algunos de los pasajeros nos hace preguntas, que de dónde somos, etc. Oana me pregunta si estoy asustada, le digo que mientras estemos dentro del bus no.

El trayecto parece no acabar nunca y, tal y como nos alejamos del centro de Brasilia, nos vamos adentrando en barriadas muy diferentes del proyecto arquitectónico que ideó Nymeye, y dónde reconozco el Brasil de verdad. Casas desordenadas, tiendas, bares, congregaciones religiosas, gente por todas partes y calles mal asfaltadas. Aquí es pues, donde vive la gente que trabaja en Brasilia.

Al fin el bus llega a su destino, donde nos piden que nos bajemos y que subamos a otro bus de la misma línea que está a punto de salir hacia la ciudad. Sólo unos metros nos separan del otro vehículo pero son unos metros críticos en que nos vemos rodeadas de los habitantes de este lejano y destartalado barrio. Corremos hacia el otro coche, algunos quieren ayudarnos pero no les damos tiempo. Saltamos dentro y nos instalamos cerca del conductor, como si fuese a salvarnos de algo. Debemos haber sido la sensación del día para los vecinos de este lugar.

El trayecto de regreso se nos hace corto, Oana incluso se atreve a sacar su super-cámara de fotos para retratar el puente de marras desde dentro del bus. Cuando ya estamos llegando de nuevo a la estación, me digo que hemos sido un poco paranoicas, claro, ahora que ya todo ha pasado, se ve de otra manera. O quizás no. Quizás ese barrio cuyo suelo pisamos durante breves segundos sea uno de esos lugares sobre los que el Lonely planet advertiría: "hagas lo que hagas, no vayas".

Me molesta tener esta sensación de miedo en Brasil. Siempre he defendido, por mi experiencia de anteriores viajes, que Brasil no es tan peligroso como lo pintan. Que sus gentes son amables, amistosas y muy amorosas. Que Brasil no sólo son favelas y crimen, que la mayor parte de los Brasileños son gente de gran corazón. Sin embargo, aquí en Brasilia, con sus calles desiertas, su ausencia de turistas y con Oana atrapando miradas continuamente, pobre, no puedo evitar sentir una sensación de inseguridad que no me gusta. Como dije, creo que el miedo es un mal compañero de viaje y atrae la mala suerte. Generalmente es inevitable sentirlo, pero tiempo atrás aprendí que es posible neutralizarlo. Precisamente aquí en Brasil, en mi segundo viaje a este país, leí dos veces del tirón un libro llamado "Feel de fear and do it anyway" (siente el miedo y hazlo de todos modos). Fue muy liberador ya que en lugar de ofrecer estrategias para no sentir miedo, lo que sugería era aceptarlo y aprender a convivir con él. Esto me ha servido mucho posteriormente en situaciones de cierto temor, como por ejemplo antes de una charla en público, en que he sentido mi corazón y respiración acelerarse y mi voz temblar, y me he dicho que es normal, que no pasa nada porque me tiemble la voz el primer minuto o dos, que luego se va a pasar. Me he permitido sentir miedo y este, al cabo de poco, ha cedido. He encontrado esta estrategia mucho más efectiva que la de respirar hondo y obligarme a no estar nerviosa.

Así pues, me digo, no voy a permitir que el miedo (muchas veces infundado) me impida seguir conociendo Brasil ni cualquier otro lugar. Quizás es que hace mucho tiempo que no estoy por aquí y me dejo llevar por prejuicios. De hecho, comentamos con Oana que, muy a nuestro pesar, las pieles oscuras de este lugar nos predisponen, aunque quizás nuestras pintas los predispongan a ellos. Bueno, al menos sabemos que es sólo un prejuicio y somos conscientes de él. Probablemente nos hemos puesto un poco paranoicas, pero si hubiera por lo menos barecitos, músicos en la calle o niños saliendo de la escuela, nos sentiríamos de otra manera aunque alomejor estaríamos corriendo mayores riesgos de que nos robasen.

De todos modos me digo que el interior de Brasil es muy distinto a la costa, aunque Brasilia no es realmente una ciudad representativa de este país. Es un invento que plantaron en mitad de su territorio, muy ajeno a su realidad para que los marcianos se sientan bienvenidos cuando nos invadan.

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