jueves, 8 de marzo de 2012

Potosí


“¡Potosí, Potosíííí!” es el grito de guerra de los agentes turísticos para anunciar, a pleno pulmón, la salida de un bus hacia esa ciudad. Y lo mismo sucede con el nombre de cualquier otra ciudad hacia donde salga un bus, dándose como consecuencia un griterío tal en las terminales terrestres bolivianas, que más que estaciones parecen gallineros. Típico boliviano: ¿para qué complicarse con megafonías o paneles informativos cuando puede hacerse perfectamente a grito pelado? Carencias del desarrollo, supongo.

Después de un alto en Oruro para hacer noche (ciudad que si no fuese por su famoso Carnaval, no figuraría en el mapa), llego a la ciudad minera por excelencia, rogando que sea más bonita que esta última, y sin duda lo es, aunque también muy fría. Me alojo la primera noche en una baratísima pensión, de donde salgo despavorida al día siguiente después de haber dormido una tétrica noche en la cama más cutre e incómoda del mundo. No me encuentro bien y quiero un mínimo de confort, dentro de mis posibilidades, así que me mudo a un albergue de mochileros, que suelen tener buenas camas y baños decentes, incluso aquí en Bolivia. Además, cuando viajo sola y enfermo, prefiero compartir habitación con gente por si me pongo grave, que alguien se de cuenta y llame a un médico. Este albergue, además, está en un bonito y céntrico edificio colonial y tiene Internet gratis.

Hoy me he apuntado a una excursión a la mina de plata por la que es famosa Potosí. Tan sólo son unas horas por la mañana, por lo que no se me hará pesado si empiezo a sentirme mal, me digo. Nos han equipado a todos con un “kit” de minero que consta de casaca, pantalón, botas de agua, y casco con linterna. Por lo visto se pide a los visitantes llevar “regalos” para los mineros, que suelen ser coca, tabaco, alcohol o refrescos, pero nuestra guía nos aconseja comprarles bolsas de leche, que les ayuda a expulsar el polvo de los pulmones. Somos el grupo Quechua, uno de los idiomas nativos de la región andina, y nuestra guía es una boliviana madura y resuelta de apenas metro y medio, más bajita que yo, que nos asegura tener doce años de experiencia en las minas. Lleva además una ayudante, y las dos van ataviadas también de mineras. Cuanta parafernalia, me digo, y la verdad, no me había parado a pensar muy bien de qué va esta excursión, así que cuando empezamos a adentrarnos en el oscuro agujero que penetra la montaña y alguien dice “esto no es apto para claustrofóbicos”, me acuerdo de repente de mi aversión por los espacios cerrados y empiezo a preguntarme si ha sido una buena idea venir. Además, lo último que me imaginaba era encontrarme a los mineros trabajando en la misma parte de la mina que recorremos, sin vayas de separación ni áreas de seguridad ni nada.

Si en Bolivia, en general, cuesta respirar por causa de la altitud, aquí dentro todavía más porque no llega el aire del exterior, y este se introduce a través de unas tuberías que hay en el suelo. Los túneles son bastante estrechos y, en algunos tramos, hasta la guía tiene que agacharse. Caminamos encima de las vías por donde circulan, a cierta velocidad, las vagonetas que transportan la plata en bruto que los mineros escarban del interior del cerro, las cuales son empujadas por estos sin ningún tipo de tracción motorizada. Y cada vez que se acerca una  tenemos que saltar de prisa a un lado de la vía y arrambarnos contra la pared para no ser arrollados. Nos advierten sobretodo de quitar los pies de los raíles por obvios motivos. Una de las vagonetas nos alcanza en una curva, donde descarrila a apenas un metro de donde estoy yo, pegada de espaldas a la pared arañando deseperadamente la misma con las manos para sujetarme y no caer de bruces. Mientras los mineros levantan la vagoneta y la encarrilan de nuevo, yo me miro los pies para asegurarme de que todavía están enteros y en su lugar, y sigo caminando.

Mi ligera claustrofobia se manifiesta, y empiezo a acordarme de los mineros chilenos que quedaron atrapados tantos días el año pasado. Me doy cuenta de que me estoy angustiando en serio, e intento apartar estos pensamientos cenizos de mi mente y concentrarme en las explicaciones de la guía, la cual parece sentirse en este lugar como pez en el agua. La mina, nos cuenta, se descubrió alrededor del 1600 y, con la plata extraída desde entonces, se podría construir un puente desde Potosí hasta Madrid. Gracias a la riqueza generada, se creó la primera bolsa de valores de Inglaterra y se fundaron diversas fortunas europeas. Típico, el país más pobre de Latinoamérica responsable de la abundancia de los países más ricos, y estos aún reclaman deuda externa. Realmente cabe preguntarse quién le debe a quién. No me extraña que hayan declarado a la ciudad Patrimonio de la Humanidad, a pesar de estar bastante ruinosa, ya que el patrimonio de Potosí no pertenece a Potosí, sino a otros sectores de la Humanidad.

Hoy día, a la mina le quedan apenas cien años de explotación, según los cálculos, y no genera tantos beneficios como para que le sea rentable al gobierno invertir en ella. Por eso, las condiciones en las que trabajan los mineros, más que precarias son infrahumanas. Vemos a hombres muy jóvenes (ya que la esperanza de vida de un minero es corta) empujando a peso las pesadísimas vagonetas, y picar la pared a mano, con un mazo. Vemos a niños sorteando las piedras metidos en un agujero oscuro, y todos ellos respirando un aire denso con olor a metal, y tan lleno de polvo que este sale hasta en la foto. Y los vemos extraer piedras impregnadas de plata de las entrañas de la Pacha Mama, la cual ha sido fértil y generosa durante siglos, y ahora que está casi agotada sigue soportando que hurguen en su intimidad, sin ser mimada, como a una puta vieja. 

Percibo que muchos de los mineros tienen los labios negros, me acuerdo de “El nombre de la Rosa” (en que se envenenaban con cianuro y se les ponía la lengua negra) y me digo que espero que sea sólo por masticar tanta coca, cosa que hacen para aguantar este trabajo de esclavo en estas condiciones, y para no perder la noción del tiempo, ya que por lo visto la hoja cambia de sabor en la boca cada tres horas. Yo no he mascado mucha coca aquí en el altiplano, aunque es muy popular entre los viajeros el hacerlo (una turistada más, supongo), porque no me gusta el sabor, es muy amarga, además de que no me deja dormir. Pero alguien me ofrece un puñado de hojas y lo acepto, a ver si se me va un poco el agobio y puedo respirar mejor.

No soy la única que no se divierte, otras dos personas en el grupo manifiestan sus ganas de salir de aquí, pero la guía hace caso omiso a los comentarios y continúa brincando feliz, delante nuestro, por los túneles que parecen alejarse cada vez más de la entrada. Debe estar pensando “¿no queríais conocer una mina, gringos estúpidos? ¡Pues toma mina!”. Incluso se sienta un rato, que se me hace largísimo, a conversar con un minero que se está tomando un descanso, y que debe estar mentando a todos nuestros difuntos, ya que le estamos robando el poco oxígeno disponible en su pedazo de madriguera.

Yo ya no presto mucha atención a lo se que habla, ya que lo que estoy viendo me vale más que mil palabras, y reflexiono acerca de mi desagrado por los lugares cerrados y por las encerronas en general, aunque no sean físicas. Supongo que mi afición al escapismo es consecuencia de esto y, de nuevo, estoy atrapada y tengo que mamarme esta experiencia hasta el final, porque si intento encontrar la salida yo sola, lo más probable es que la mina me engulla para siempre. Estar metida en el vientre de la Pacha Mama y no sentirme nada a gusto me hace pensar también en mis días de vida intrauterina en que, por lo visto, se me enroscó el cordón umbilical al cuello, cual serpiente asesina (de ahí también, probablemente, mi visceral fobia hacia estos reptiles), provocándome sin duda cierta sensación de asfixia. Todo tiene mucho sentido, pero me digo que si este viaje a Latinoamérica está siendo un viaje interior, esto es lo más interior que quiero llegar, pues ultrapasar mis memorias pre-natales ya sería entrar en el terreno del más allá, y ese es un territorio que se me sale del mapa.

A pesar de que ya le hemos dicho de frente y mirándola a los ojos, que queremos salir de aquí, nuestra pequeña e intrépida guía todavía tiene algo que mostrarnos, de hecho, el plato fuerte: “el Tío”.  Mi curiosidad es generalmente poderosa, pero la exasperación y la asfixia están pudiendo más, por lo que creo que podría seguir viviendo el resto de mi vida en paz sin conocer al Tío. Pero la determinación de esta mujer es más poderosa que cualquier cosa y nada ni nadie en este mundo podrá impedir que cumpla su cometido. No nos va a dejar salir de aquí sin visitar al tal Tío, aunque lloremos. Para ello, nos conduce por un agujero a través del cual hay que pasar con la barriga pegada al suelo, y ahí ya rayo el límite soportable de mi angustia. He tenido pesadillas recurrentes en mi vida en que me encontraba justamente en esta situación, atravesando un estrecho agujero en una gruta o túnel, en el que a veces me quedaba encallada, despertándome de un sobresalto y con el corazón a mil. Sólo que ahora no creo que me vaya a despertar, y si lo hago será para encontrarme con mis ancestros, en un lugar donde ya no existe el sufrimiento y donde todos visten de blanco. Este es uno de esos momentos en que con gusto haría chocar tres veces mis chapines de rubíes y me plantaría en Kansas, quiero decir, en casa, si tan sólo supiese dónde ubicar esta. Pero llevo botas de agua, no chapines, así que atravieso los escasos tres metros de agujero, que me parecen tres kilómetros, arrastrándome como una lombriz e intentando no ponerme histérica. Y un poco más allá, la guía nos hace, orgullosa, los honores de presentarnos al famoso Tío. Este resulta ser una gran figura de barro, con un insolente y enorme pene erecto, representando nada más y nada menos que a Su Majestad el Diablo.

Y la verdad es que no me extraña encontrármelo aquí, ya que el infierno no debe estar muy lejos. El Tío está cubierto de cintas de colores, hojas de coca, cigarrillos, y a sus pies yacen fetos de llama disecados, todo ello ofrendas de los mineros para asegurarse los favores del Señor de la Tinieblas y de las minas. Nos sentamos en corro alrededor de nuestro nuevo amigo, y la guía con su entusiasmo característico, nos cuenta largo y tendido de qué va esto. Al parecer, con el fin de tener a los esclavos controlados en la mina sin tener que entrar en ella, un clérigo español al servicio de los conquistadores, tuvo la beata idea de usar el poder de la superstición y plantarles este intimidante centinela. Supongo que una imagen de la Virgen no hubiese surtido el mismo efecto. Una pequeña mitología se desarrolló alrededor de esta figura y empezaron las ofrendas. Y aseguran que todos los martes y viernes el Demonio sale a correr por la mina a fornicar con la Tierra para preñarla y que esta siga dando plata. Sólo que a esta mina ya se le pasó la edad de merecer.

La guía, que se resiste a que esta excursión llegue a su fin, todavía se entretiene un rato más a explicar toda la historia de nuevo en su inglés roto, a una pareja de israelitas que no hablan español. Yo, a estas alturas, ya he empezado mis negociaciones con el Maligno, ya que lo tengo aquí, para canjear mi alma a cambio de que me deje salir de este agujero de una maldita vez. Pero de repente la guía se levanta y nos ponemos en marcha hacia la salida, justo a tiempo de evitar mi condena eterna.

No existen palabras para describir la sensación de alivio cuando, por fin, veo la luz del sol al final del túnel, y nos apresuramos hacia ella no sea que en el último momento el techo de la mina se derrumbe sobre nuestras cabezas. Atravieso el cuello uterino de la Madre Tierra hacia el exterior y, respirando una gran bocanada de aire fresco, siento verdaderamente que he vuelto a nacer. Si alguien me diese ahora mismo unos ligeros cachetes en el culo, estoy segura que lloraría como un bebé.

Por la tarde, los escalofríos que han estado recorriendo mi cuerpo estos últimos días se intensifican, siento que me sube violentamente la fiebre, y me meto en la cama cubierta con toda la ropa de abrigo que tengo, a esperar que el Demonio abandone mi cuerpo, porque al fin y al cabo, no acabé de cerrar el trato con él. Duermo unas doce horas y cuando despierto ya me siento mucho mejor, pero me digo que ya he tenido suficiente altiplano, frío y asfixia, y que es hora de emprender el camino de regreso hacia tierras más cálidas y más próximas al nivel del mar. Ay, el mar, cuánto lo echo de menos.

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