miércoles, 10 de octubre de 2012

Itacaré

Si todavía me queda alguna esperanza de instaurar mi negocio en Brasil, esta está puesta en Itacaré, la última tierra prometida.

Descubrí el pueblo estando aún en Argentina, en una guía de albergues, y durante el viaje más de uno me lo ha descrito como un paraíso natural de estos que atesora Brasil. De cualquier modo está en la costa, y sólo por esto ya es un destino prometedor al que me dirijo con ansia.

Ansia que tengo que sobrellevar una vez más, en unas eternas veinticuatro horas de bus, parando en Valença, para subirme a otro bus local que, ya entrada la noche, nos lleva (a mí y a unos cuantos mochileros más) a Itacaré.

Tal y como avanzamos, voy dislumbrando, por entre las casas, retazos de playa que avivan mi corazón. Hasta que una vez abandonado Valença, tras el último edificio se abre un paisaje de mar infinito iluminado por una radiante luna. Esta bella imagen me devuelve el alma al cuerpo después de tan largo viaje desde Belô, y después de tantas semanas lejos de la costa.

Llego a Itacaré cerca de medianoche, pero todavía hay gente por la calle, y un lugareño me indica el camino al albergue, en el cual me dejo caer agotada, pero maravillada de estar, al fin, a la vera del mar.

Me ubican en un cuarto con una señora canadiense que no habla español, para que pueda hablar inglés conmigo, pero yo esta noche sólo tengo fuerzas para comer algo y dormir. Sin embargo la señora, que viaja sola, se muestra encantada de tenerme allí y me hace saber que, a partir de ahora, seremos inseparables amigas del alma e iremos juntas a todas partes. Me digo que ya lidiaré con ella mañana mientras saboreo el infinito placer de pillar una cama después de una noche de incómodo autobús.

Pero su insistencia y mi falta de coraje para decirle a esta mujer que me deje en paz, forjan de hecho una amistad impuesta a partir de la mañana siguiente, que acaba desesperándome pero que me tengo bien merecida. Pues, una vez más, por no andar sola tanto tiempo (se supone que no es bueno) y por no saber decir que no, se me encarama a la chepa gente con la que no quiero estar.

El primer día todavía se me hace agradable su compañía, quizás porque estoy de muy buen humor por estar
comiendo en un chiringuito en la playa, y bañándome en el mar donde me abrazo a las olas en un feliz reencuentro. Y al atardecer, la magia de una puesta de sol tras las montañas captura la poca atención que le haya podido prestar a la mujer.

Pero cuando al segundo día, mi amiguísima se dispone a planear el resto de mis vacaciones con ella, el pánico empieza a hacer presa de mí.

Conocemos en el albergue a una chica del norte de Europa de rubísimo cabello y azulísimos ojos que también viaja sola. Coincidimos en la playa, y al cabo de un rato viene a sentarse con nosotras. Mi amiga canadiense le cuenta "nuestros" planes de ir mañana a una cascada de la que nos han hablado, y la nórdica dice que vale. Pero no lo veo claro. Y efectivamente, a la mañana siguiente la rubia improvisa una descomposición intestinal que le impedirá cualquier plan con nosotras, y se queda tan ancha ¿por qué no puedo hacer yo eso? ¿será por ese sentimiento de culpa judeo-cristiano del que de repente hemos tomado todos consciencia y al que es atribuible tantas de nuestras traumatizantes desgracias?

El caso es que opto por "huir" (en mi línea) a la mañana siguiente antes de que me alcance la señora, no sin antes dejarle un mensaje en recepción asegurándole que nos veremos más tarde en el albergue. Pues la culpa persiste. Y un poco de miedo también. Miedo a que si le digo a la señora a la cara que no me apetece andar con ella todo el tiempo porque es un poco pesad, el Universo me castigue dejándome sin amigos para siempre, por borde. Absurdo, lo sé, pero es lo que siento.

Así que paso todo el día a mi aire, tranquila, decidiendo lo que hacer los pocos días que me quedan, porque no tengo claro si quiero quedarme aquí. Itacaré, mi última esperanza, es un pueblo popular entre los surfistas donde se desarrollan dos realidades paralelas. En una calle principal se suceden los albergues, bares, restaurantes, cafecitos, tiendas de souvenires y agencias de excursiones, poblados de turistas de muchas nacionalidades. En otra calle principal, un poco más hacia el interior del pueblo, están los supermercados, peluquerías, la plaza mayor, las tiendas de ropa brasileña para brasileños, y las fruterías, transitada principalmente por gente local. Turistas y lugareños se reparten el pueblo casi sin mezclarse como si estos últimos hubiesen cedido un pedazo de su tierra a los forasteros en pro de la economía del lugar, sin tener que dejar de vivir sus vidas.

Las playas son paradisíacas, desde luego, y el pueblo conserva una pintoresca reminiscencia de villa de pescadores, a pesar de la aplastante explotación turística, pero a mí, tanto rollito surfista fiestero no me va. Y no me veo en absoluto regentando un centro de terapias en esta dual realidad.

Un par de chicas españolas que conozco en una playa me hablan de Boipeba, otro pequeño paraíso, más pequeño que este, de camino a Salvador, donde debo embarcar de regreso a Barcelona. Así que, de vuelta al albergue le comunico a mi inseparable mi decisión de irme sola a Boipeba estos últimos días. La mujer se muestra sorprendida, contrariada y decepcionada, y me sabe mal pero ¿de verdad tengo que explicarle a una señora de setenta años que laparse a alguien es, realmente, un abuso? Ay, si tan sólo tuviese yo un poco más de asertividad.

La pobre mujer aún insiste en acompañarme a la estación de autobús a las ocho de la mañana, y yo insisto
más aún en que no hace falta, pero se levanta para acompañarme en el desayuno y me cuenta que ya tiene planes con otras amigas no sé donde, menos mal, me quedo más tranquila.

Así que abandono de buena mañana Itacaré, al mismo tiempo que abandono la idea de ser empresaria en Brasil, y me dirijo a Boipeba en busca de un poco de paz, y con la esperanza de coger fuerzas para enfrentarme al regreso a casa.


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