A apenas dos horas de carretera de Ouro Preto, Belô
Horizonte se erige y expande a guisa de gran ciudad, como capital de
departamento que es. No hay pintorescas calles de adoquines con coloniales
edificios anclados en el limbo del pasado aquí, sino avenidas, semáforos,
bancos y mucha gente circulando a ritmo de metrópolis.
En la estación me indican un albergue cercano y barato,
donde comparto cuarto con varias chicas, todas brasileñas. Parece que “Belô” no
es destino favorito del mochilero, aunque sea una ciudad realmente dinámica y
con bastante que ofrecer.
Como mi amigo activista, con el que compartí siete horas de cola
en la frontera con Bolivia, y que me ofreció hospitalidad y turismo, no ha dado
señales de vida (a pesar de que le avisé que venía y de habérmelo encontrado en
la red, otro cantamañanas), decido otorgarme tan sólo un par de noches aquí en
la urbe, ya que el domingo hay un mercadillo famoso y no me lo quiero perder.
Porque en realidad, lo que estoy deseando es llegar al mar.
Entablo conversación con una de mis compañeras de habitación y
por la noche salimos a tomar una cerveza. De entrada se me antoja como una
chica divertida y me digo que ya era hora de un poco de marcha. Pero tras
vaciar dos vasos en la terraza de un bar, me relata su tragedia personal,
acompañada de otros dos vasos, por lo que termino ligeramente borracha y deprimida a la vez.
Siempre me ha chocado la gente que te cuenta, el mismo día en que la conoces, un suceso dramático en sus vidas, como la muerte de un
hijo bebé, una terrible traición amorosa, o cualquier otro fatídico episodio.
Me sugiere que es tal el tormento que se vive, que se siente la necesidad de
hablarlo para expulsarlo y exorcizarlo, y con quién mejor que con un perfecto
desconocido. A la vez me choca la cantidad de drama que puede ocultarse detrás
de un aspecto jovial y desenfadado, aunque ya hace tiempo que percibo que la
gente que ríe mucho, llora mucho también. O quizás será que, por mi condición
de terapeuta, facilito sin darme cuenta, este tipo de confesiones.
El caso es que de marcha nada, volvemos al albergue, y el
alcohol me induce un sueño rápido y profundo del que despierto un poco pastosa,
pero con ánimo de explorar la ciudad.
Busco el casco antiguo, pero no lo encuentro. Por lo visto
las piedras centenarias están todas en Ouro Preto. Pero encuentro el mercado
central donde no sólo se vende fruta y verdura, sino también arte y artesanía,
y donde me estreno con el “açaí”, delicioso plato de helado cremoso de esta
fruta acompañado de rodajas de banana y cereales. Tantas veces en Brasil y no
conocía esta delicia vegetariana que podría comer todos los días.
Puesto que las calles no invitan mucho a perderse (sin
llegar a lo inhóspito de Brasilia), vuelvo al albergue a descansar, y me encuentro
con algo de ambiente en la habitación. Hay varias de las chicas y están de
cháchara.
“Delicia, delicia, asím voçê me mata, ai si eu te pego, ai ai,
si eu te pego”, suena como timbre de un móvil. Llevo oyendo esta cancioncilla
desde que llegué al país en noviembre, es el hit del momento, suena
constantemente y todos la cantan. Hasta yo me he sorprendido a mi misma en
algún momento tarareándola, para mi mayor disgusto. Y es que el tema ni
siquiera es malo, es mediocre pero pegadizo, y a base de repetición exhaustiva
han conseguido que un pueblo como Brasil, que ha sido acunado al son de la
Bossa Nova de verdaderos genios, y cuya
riqueza musical es difícilmente comparable con la de ninguna otra nación, se
extasíe con una cancioncilla simplona y empalagosa como esta. Por eso, cuando
me he escuchado a mi misma, siquiera mentalmente, entonar tan machacón y
comercial ritmo, me he sentido balar cual triste oveja en un inmenso rebaño.
(Mi estupefacción se verá incrementada más tarde, una vez cruce el charco de
nuevo, cuando descubra que en mi península, que parió músicos como Paco de
Lucía entre otras muchas celebridades, también ha sucumbido a tan irritante “ai
si eu te pego” tonadilla, y hasta la han traducido al español). Pero no digo
nada a las chicas, ya que como huésped de su patria, no me siento con derecho
de emitir, en voz alta, tan severo juicio.
Afortunadamente, Brasil tiene mucho más que ofrecer a nivel cultural, y acontece
que se celebra un festival de artes escénicas este fin de semana en la ciudad.
Propongo a mi amiga de anoche ir a ver una pieza de teatro, y otras chicas se
suman. Así que, después de cenar, nos dirigimos al lugar del evento, muy cerca
del albergue, pero al llegar descubrimos que había que comprar la entrada
anticipadamente ya que en la taquilla vale como tres veces más. Vaya, si no nos
hubiésemos entretenido tanto cenando... Intentamos ir al cine, pero no quedan
entradas para la película que nos gusta, por lo que damos por finalizada la
noche.
Yo estoy empezando a cansarme de la ciudad y cada vez tengo
más ganas de verme en la playa. Además, las chicas parecen entenderse muy bien
entre ellas, y ya les viene bien haberse encontrado ya que no están en Belô por
placer sino por estudios o trabajo, pero yo no me siento muy afín a ellas e
intuyo que sienten la obligación de no dejarme sola, típico brasileño, cuando
yo lo que tengo ganas es de hacer la mía. Pues como cada vez que me junto con
alguien (o alguien se me junta) sólo por no andar sola, acabo aburriéndome y
arrepintiéndome.
Pero me resulta violento, a la mañana siguiente, decirles
que prefiero ir a mi rollo, por lo que aprovecho el bullicio del “mercadillo
hippie”, en el que ellas se interesan por un tipo de paradas y yo por otro
totalmente diferente, para dejarme engullir por la multitud en la dirección
opuesta a ellas.
Por la tarde, un rato antes de embarcarme en el autobús, alcanzo a presenciar el encuentro callejero de Soul de todos los domingos, que
le da a Belô ese toque de ciudad del mundo que es. Sólo que yo tengo un
irreprimible mono de playa, y espero impaciente, en unas horas estar en ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario