domingo, 4 de noviembre de 2012

Boipeba

Un autobús de línea, otro autobús de línea, y, por fin, un barquito de madera que durante una buena hora recorre la bahía que forma la península donde se encuentra Boipeba. Una deliciosa hora en la que me deleito observando no sólo el paisaje de mangas y palmeras, sino a mis autóctonos acompañantes en la embarcación. Pues hay apenas un par de mochileros más en el barco, lo cual se me antoja como un presagio de que Boipeba será un lugar tranquilo.

Y lo es. Encuentro el bonito albergue en la plaza del "pueblo" que, a esta hora, está echando la siesta, y me insalan en una habitación habitada tan sólo por un mosquito que se alimenta de la sangre de los mochileros y que ha aprendido a sortear mosquiteras, aunque eso no lo descubriré hasta más tarde.

Pero primero, como siempre, llevada por mi condición de exploradora, salgo a reconocer el terreno. Y este resulta ser un pequeño paraíso bahiano que me devuelve a mi primer viaje a Brasil, en que me pasé tres meses y medio de playa en playa y de isla en isla, y en que conocí numerosos lugares como Boipeba.

Aquí ya no esperaba encontrar un lugar donde montar mi negocio, sino un pequeño recodo donde descansar de tan largo viaje y cargar las pilas para el regreso a Barcelona, y sin duda, este conjunto de playas tropicales me lo ofrece. Paseo por la vera del mar, me baño en las aguas critalinas y tranquilas, me impregno del aire cálido, acaricio la arena, y me lleno de sol como queriendo engullir al máximo y por todo los poros de mi ser esta energía luminosa que siento que voy a necesitar para lo que me viene en breve. No hay casi nadie, y me alegro sinceramente de que mi último puerto no sea otro foco de ruidosos mochileros, y de que no haya buggies (coches descapotables) recorriendo la playa, ni bares con la música a tope. Ya pensé que no quedaban pedazos de costa tranquilos y sin ultrajar en Brasil pero, por suerte, me equivocaba.

Cuando anochece regreso al albergue y, mientras preparo la cena, veo a una pareja entrar en uno de los cuartos que dan al jardín. Me parece escucharlos hablar en catalán lo cual me sorprende ya que en todo el viaje no me he topado con catalanoparlantes. El chico se acerca a la cocina y le pregunto si son catalanes. Pues si, y de Barcelona, como yo. Así que entablamos conversación en nuestra lengua materna, lo cual se me antoja como una especie de transición hacia la realidad a la que regresaré en unos pocos días. Él es músico e interiorista, y ella responsable del gabinete de prensa de un conocido centro cultural de mi ciudad, y me digo que Barcelona es realmente una ciudad habitada por gente muy interesante. Les explico mi proyecto, les parece muy interesante, como que no les estoy hablando de ciencia ficción, y siento de repente  la certeza y convicción de que la tierra prometida que estaba buscando para montar mi centro de terapias no es otra que mi propia tierra. Lo sospechaba, pero he necesitado estos tres meses de travesía para convencerme y darle la razón al refranero popular cuando dice aquello de que la hierba no es más verde en el otro lugar. Si es que ya lo decía Dorothy "no hay ningún lugar como tu casa".

Bueno, para montar mi negocio quizás mi mejor opción sea Barcelona, pero para este final de vacaciones, no hay ningún lugar como Boipeba. Al día siguiente camino de playa en playa durante tres horas hasta que llego a Moreré donde me siento en un chiringuito a tomar un agua de coco y allí conozco a una chica italiana que, curiosamente, vive en Capao, mi primera parada después de Salvador. Fluye la charla, me cuenta que vive ahí desde hace unos meses (tiene en Italia un piso de propiedad alquilado, del cual vive) y le interesan las terapias. Le cuento mi proyecto y le comento que me planteé Capao como un lugar donde establecerlo. Me dice que quién sabe, que quizás podamos organizar en algún momento alguna colaboración, que estemos en contacto. Quien sabe, pero yo lo que siento, tal y como hablo con ella, es que se cierra aquí el ciclo de mi viaje. Nos despedimos y emprendo las tres horas de regreso al albergue.

En el camino de vuelta me encuentro con un vendedor de helados que recorre con su colorido carrito las solitarias playas. Me habla, coquetea, y caza con destreza un cangrejo vivo al cual filmo corretear por entre las ruedas del carrito antes de ser capturado. Cuando llego al albergue, alguien ha cazado a unos cuantos primos hermanos del cangrejo, los cuales la bella hostalera llamada Venusa, nos prepara para la cena que compartimos los que estamos por allí. Y después de cenar me uno a mis amigos catalanes y unos conocidos suyos a tomar un mojito en la plaza del pueblo, sentados en unas improvisadas sillas al lado del puesto de los cócteles. Formamos un pequeño grupito internacional de viajeros, y alguno hay que en su momento compró una parcela en este terruño, donde se exila unos cuantos meses al año. Qué suerte, sobretodo si lo compró antes de que Brasil se declarase la quinta potencia mundial y subiesen tanto los precios. Aunque quizás ya era hora de que se nos acabase el chollo a los del supuesto primer mundo, a costa de los del segundo y tercero.

Y entre mojitos, historias de viajes, y proyectos, apuro mi última noche en Brasil, y la última noche de mi aventura al otro lado del Arco Iris. Mañana empieza mi trayecto de regreso.




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