Todo ello
me pone de muy buen humor, así que me engalano con mi vestido más colorido y
salgo, contenta, a corretear por las calles de Sucre, como ratón que descubre,
de pronto, un hermoso e inexplorado queso.
Después de
varias vueltas, llego al mirador de La Recoleta en un alto, justo a tiempo de
contemplar, con otros turistas, una espectacular puesta de sol. Estoy
concentrada, apuntando con mi cámara este mágico momento, cuando una voz a mi
lado me pregunta, en inglés, si soy de un país europeo. Alcanzo a disparar a mi
presa, el ocaso, y encerrarla en la jaula virtual de una tarjeta de memoria, y
me giro a ver quién me habla, al tiempo que le digo que si, que de Barcelona. Es
un chico boliviano, de gafitas, que sostiene en la mano un libro en lengua
sajona repleto de anotaciones en bolígrafo. Me comenta que viene a La Recoleta a practicar
inglés con los turistas, por lo que, aun siendo el español la lengua materna de
ambos, seguimos hablando en el idioma de Micky Mouse, que nos une a todos.
Es
agradable, reímos, y se ofrece a mostrarme la ciudad. Mi escaneo femenino,
además, da resultados positivos y me digo que no estará mal tener un guía tan
mono durante unos días. Así que al día siguiente por la tarde me regala una
privilegiada ruta turística por las diferentes plazas, edificios históricos,
parques y callejuelas de este maravilloso lugar, cuyas historias y leyendas,
este chico se sabe de memoria, con todo lujo de detalles, ya que por lo visto
ha estudiado turismo.
Resulta
que, para mi sorpresa, Sucre es la capital de Bolivia, y no La Paz , aunque toda la actividad
económica se desarrolle más en esta última. E, históricamente tiene sentido,
por la proximidad de Sucre con Potosí, de donde se sacaba el dinero. Me entero
que la ciudad tiene otros tres nombres (Chuquicasa, Charcas y La Plata ), y que el actual se
lo debe al Gral. Sucre, brazo derecho de Simón Bolivar, el libertador del eje
andino. Me habla de los héroes de la revolución y de la independencia, cada uno
de los cuales cuenta con su estatua en alguna plaza, e incluso de una memorable
heroína, Juana Azurduy de Padilla, que lideró batallas, perdió a su esposo y a
sus cuatro hijos en la guerra, y a quien el reconocimiento le llegó tarde, ya
que murió en el olvido.
Me fascina
la capacidad de este chico de recordar fechas, nombres y lugares, y sospecho
que ha hecho este recorrido multitud de veces con multitud de turistas como yo.
Se me antoja como un peculiar formato de gigoló culturizado, la antítesis del
“latin lover”, y por ello más seductor. Pero lo que más me fascina es su
capacidad de convencer, de la manera más sutil, a los militares que custodian
la entrada de algunos edificios oficiales, para que nos dejen pasar a estancias
donde no deberíamos estar. Lo hace sin esfuerzo, simplemente insistiendo de
manera dulce, e ignorando el agrio “NO” con que de entrada nos reciben estos
representantes de la ley, hasta que, sin saber cómo, nos encontramos dentro. Le
pregunto si es un “Jedi”, pero creo que no entiende el chiste, y me digo que
voy a tener que ir con mucho cuidado con este chico, porque tiene el poder de
llegar donde quiere.
Tal y como
nos vamos familiarizando el uno con el otro, me confiesa sus devaneos con las visitantes,
y me lo cuenta en tal tono de complicidad que acabo pensando que me ha colocado
en la categoría de “compinche-turista”, más que
“turista-que-me-voy-a-llevar-a-la-cama”. Me resulta inusual y sincero, y pienso
que al fin y al cabo no es sólo un gigoló culto. Pero mis ingenuas teorías
sobre las castas intenciones de este chico se van al traste cuando, por la
noche, delante de una cerveza, me pide un beso. Y así empieza nuestro pequeño
idilio.
Al día
siguiente yo ya he abandonado el albergue donde me hospedaba (y donde no había
privacidad ninguna) y me he instalado en un bonito cuarto de hostal, que da a
un patio tranquilo y soleado, donde inmediatamente me siento como en casa. Mi
nuevo novio, que se conoce al dedillo todos los hostales, albergues, hoteles y
alojamientos de turistas de esta ciudad, me comunica que en este no se aceptan
invitados, él lo sabe bien. Sin embargo, cuando llegamos de tardecita a mi
nueva morada (ya que hoy no hay planes turísticos, sino de otro tipo), consigue
colarse dentro sin ser visto, usando una vez más sus poderes de Jedi. Mientras
atravesamos los dos patios y subimos las escaleras hasta la balconada por donde
se entra a mi cuarto, siento mi corazón latir fuerte, de nervios, y decido que
si nos pillan diré que es mi profesor particular de Quechua. Pero no nos
pillan, y cerramos la puerta de mi cuarto por dentro, para entregarnos con
placer a las clases de este delicioso idioma nativo que se usa en Bolivia… y en
el resto del mundo.
Durante
unos días vivo un noviazgo adolescente en toda regla, incluyendo los paseos cogidos de la
mano, los besos en el banco de un parque, y la despedida nocturna en la puerta
de mi hostal. Me parece hasta cómico, y si fuese un poco más cínica podría fácilmente convertir esto en una parodia del amor, ya que es obvio que no hay nada romántico entre nosotros. Quizás por ello, mi entusiasmo inicial dura poco y pronto empiezo a sentirme sola y a
echar en falta amigos, a pesar de tener una "relación". Es extraño, me
sentía menos sola cuando no tenía ni novio ni amigos. Pero la compañía de alguien
que no te llena lo que se supone que te tiene que llenar, no es más que otra
forma de soledad. Por su parte, creo que la rapidez de la conquista y mi pronta
disposición a cambiarme de alojamiento para facilitar las cosas, le han bajado
un poco el interés. Además de que, cuando me ofrece un masaje erótico-místico con música New Age boliviana (si, existe), y estimulación de los sentidos con la exígua fragancia de una rosa y el cosquilleo de un pincel, lejos de excitarme, me da por reír, lo cual a él no le hace ninguna gracia. Así que al cabo de unos días siento el ambiente enrarecido y que
ninguno de los dos tiene muchas ganas de llevar las cosas más allá. Además, las
clases de quechua se han vuelto aburridas, sólo habla él. Me planteo decirle
que sigamos como amigos o que lo dejemos estar, pero es viernes, hemos quedado
esta noche para ir a bailar salsa, y no me lo quiero perder, al fin y al cabo,
me voy en unos días. Más tarde, compruebo que él pensaba lo mismo que yo, pero
que no le importa tanto perderse la noche de salsa, ya que no se presenta a la
cita.
Por mucho
que mi corazón no se haya visto muy afectado por este desplante, mi ego
femenino si. Vuelvo a la habitación, indignadísima, a lamerme las heridas, que
no son más que un recordatorio de heridas mucho más profundas, mientras me
pregunto qué es lo que el Universo intenta enseñarme con esta experiencia.
Este, al día siguiente, me responde con un libro del tipo “autoayuda”
(literatura que consumí en dosis masivas en un momento de mi vida, pero que
ahora creía superada), que a pesar de su dudoso aspecto, resulta ser una fuente
de sabiduría e iluminación, en clave de humor, respecto al tema de las
relaciones parejiles. Devoro este libro, que se convierte en mi Biblia para el
resto del viaje, y en él encuentro respuestas a una gran pregunta en mi vida:
¿por qué soy incapaz de consolidar una relación de pareja?
El librito
habla de la tendencia de muchas mujeres a entregarse demasiado pronto a una
relación y de hacer de esta el eje de sus vidas. Habla de cómo perdemos el
norte, abandonando amigos, hobbies, e incluso carreras, cuando nos enamoramos o
simplemente cuando un hombre entra en nuestras vidas. De cómo pasamos de ser
las amadas a ser las desesperadas amantes que acaban presenciando cómo el
interés inicial del hombre se convierte en indiferencia. Y de cómo el error
estriba en dejar de satisfacerse a una misma para empezar a satisfacer a otros.
Me identifico plenamente con las situaciones que cómicamente va describiendo el
libro y me acuerdo de la amish, y de cómo me sentí juzgada ante una mujer cuya
sumisión al hombre es total, pero a quien no abandonan un viernes por la noche,
ya que se entregó a cambio de unas condiciones muy claras y de un compromiso
muy firme por parte de él.
No es que
quiera convertirme en amish, pero ya hace tiempo que llegué a la conclusión de
que la liberación sexual femenina es un arma de doble filo, y que hemos pasado
de la represión total a la total banalización del sexo, cuando para la mayoría
de las mujeres, el sexo no es algo banal. Puede que no esté ligado siempre al
amor, pero sí a la dignidad como mujer y al respeto por una misma, por lo que
no debería canjearse por unas migajas de atención, como una moneda desvalorizada,
sino disfrutarse entre dos (o tres, o más) cuando el otro lo valore y la
ocasión lo merezca. De todo lo cual deduzco al fin que, para mejorar las
relaciones de pareja, lo que más debe trabajarse una mujer es la autoestima. O sea que todo va a parar, al fin y al cabo, a la única y verdadera fuente de sanación que no es otra que el amor, empezando por el amor a uno mismo. Lo
de ir cada semana a la peluquería o dominar el kama-sutra, es algo secundario.