Por fin voy a subirme a un tren en Bolivia, experiencia
imprescindible en el paso por este país. Son casi veinticuatro horas desde
Santa Cruz hasta Puerto Quijarro, en la frontera con Brasil, y hay otras formas
de llegar, pero no puedo abandonar estas tierras sin realizar al menos un
trayecto en tan clásico medio de locomoción.
Así que me aseguro un buen lugar en la ventana, y me
dispongo a disfrutar del paisaje. Multitud de vendedores de comida y bebida nos
van abasteciendo a los viajeros de estación en estación, aunque para mí, aparte
de fruta, no hay muchas opciones ya que predominan los pinchos de pollo y
carne, pero me apaño con unas mandarinas y algo más.
Las primeras horas de viaje trascurren entre unos arbustos
altos que nos privan de vista alguna. Y las siguientes horas de viaje, también.
Hasta que cae la noche y ya no se ve nada, ni los arbustos. Mi gozo en un pozo,
atrás quedaron los fabulosos paisajes de montaña eterna que tanto disfruté en
las largas horas de autobús por el altiplano. Además, no hay cholitas con
gallinas en este tren, tópico pintoresco que cabría esperar y que le daría un
grado de interés al trayecto y algo que contar, sino bolivianos y extranjeros
con atuendos occidentales. Bueno, menos mal que en los trenes no me mareo al
leer, y echo mano de mi pequeño libro sobre hombres y mujeres cabronas que
tanto me instruye y me divierte. Además, el tren no va lleno y más tarde
encuentro dos anchos asientos donde acomodarme a dormir.
Al amanecer vuelvo a mi lugar en la ventana y compruebo que
seguimos atravesando el túnel de arbustos, así que entablo conversación con mi
compañera de asiento. Es peruana, muy joven, y va a Sao Paulo a hacer un
semestre de universidad. Ayer me fijé que leía un libro sobre formas modernas
de esclavitud, me dice que está estudiando comunicación y le pregunto sobre la
situación política de su país. Por supuesto, no tengo ni idea acerca del tema,
pero compruebo que ella, a pesar de su juventud, si. Me ofrece una disertación
ampliamente documentada y con todo lujo de detalles respecto a sucesos,
personajes, acuerdos y leyes de los últimos por lo menos diez años de Perú.
Quedo impresionada pero no sorprendida, ya que no es la primera veinteañera que
me encuentro en estas latitudes con semejante conocimiento. Y lo compruebo de
nuevo cuando entablo conversación con un trío de brasileños, también jóvenes,
durante las siete horas de cola que nos toca hacer para atravesar la
burocráticamente complicada frontera que separa Bolivia de Brasil, para lo cual nos marcan con un número, como si de carcelarios se tratase.
Mientras reflexiono acerca de todo esto, la escena me ofrece
un drástico contraste a toda esta conciencia política y sabiduría de la
juventud latinoamericana. Delante de mí, en la eterna fila entre fronteras, una
joven pareja espera su turno. Llevan dos niños, uno de unos cuatro años y el
otro a cuello, ambos con camisetas del Barça. Ni siquiera sabía que hubiese
tallas tan pequeñas de las costosas camisetas del equipo de mi ciudad,
particularmente en un lugar como Bolivia, donde a veces es difícil encontrar
papel higiénico en los servicios. Charlo un poco con la chica, le pregunto la
edad de sus niños, y sus nombres, y me dice que el pequeño se llama Lionel.
Bueno, serán preconceptos, quizás si mi nuevo amigo activista me hubiese
contado que tiene un hijo llamado Stalin, también me hubiese parecido grave.
Una vez en Brasil, me despido de mis nuevos amigos, que
siguen su viaje, intercambiamos mails, y el chico insiste en que le llame
cuando llegue a Belô Horizonte, que me quede en su casa, que me enseñará la
ciudad y los alrededores. Qué bien, pienso, y me voy al albergue con piscina
que tanto he anhelado desde que lo vi en la guía.
Después de una noche de buen descanso, compruebo con placer
que las nubes que ayer cubrían el cielo se han levantado, dejando paso a un
alegre sol. Y tras un par de gestiones en el pueblo (cambio de dinero y
consulta de horarios en la terminal) me dispongo a disfrutar de una soleada
mañana en la piscina. Enfundada en el bikini que lleva dos meses sin salir de
la mochila, y envuelta en el pareo que me ha servido de bufanda todo este
tiempo, me voy hacia las tumbonas al lado de la piscina, junto a la cual hay
un grupo de brasileños bebiendo cerveza, y ninguna chica. Me corta un poco el
rollo, pero no voy a renunciar a tomar el sol, aunque mejor me abstengo de
hacer top-less. Porque en este país, donde es perfectamente correcto calzarse
el más minúsculo tanga que deje al descubierto libremente la mayor opulencia de
unas posaderas, mostrar los pechos es, en cambio, terriblemente inmoral y
motivo de multa.
Así que paso sin poder evitarlo por delante de los chicos, a
los cuales saludo con un escueto “bom dia”, me acomodo en la tumbona, y en
breve tengo a un par de ellos encima. Como se que no me van a dejar en paz, a
no ser que me ponga borde, decido aprovechar la ocasión para poner en práctica
la teoría aprendida en mi librito rosa. Se acercan, me hablan, chapotean a mi
vera, hacen bromas para llamar mi atención, y yo les sonrío pero me concentro
en mi escritura, lo cual sólo los provoca más, y se sientan en la tumbona de al
lado. Me preguntan si estoy casada, me invitan a cerveza, me invitan a salir
por la tarde, pero yo me limito a responder apenas con monosílabos, aceptar una
(y sólo una) de sus cervezas, y seguir escribiendo. Me río por dentro al verles
revolotear a mi alrededor como moscas sobre un indiferente pastel, pero
sospecho que si alguno de ellos me interesase lo más mínimo, no sería capaz de
mantener tan frívola compostura. Y me digo que en el arte de la seducción estoy
en bragas (quizás porque en mi anterior reencarnación fui un monje o algo así)
y que mi única arma es la espontaneidad, cuando esta funciona.
Por la tarde los esquivo y me voy sola al embarcadero, el
cual me ofrece un paisaje de río
americano de interior por donde casi puedo ver un barco de vapor navegar, y a
Tom Sawyer corriendo por la orilla, lo cual me inspira para seguir escribiendo.
Y por la noche emprendo una nueva y larga travesía hacia el corazón de Brasil.
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