
De momento pago un par de noches, aunque sospecho que me quedaré más. Exploro las serpenteantes calles adoquinadas, en esta tarde cubierta de nubes y neblina que, lejos de ensombrecer la imagen, contribuye aún más al añejo aspecto de este lugar. Las "namoradeireas" reposan su ensueño en los marcos de las ventanas, y numerosas pendientes y laderas permiten una vista panorámica, casi vertical, de esta ciudad de postal.
El segundo día conozco a una pareja de estadounidenses en el albergue. Lo de siempre: de dónde eres, dónde has estado y a dónde vas. Sólo que esta vez me encuentro con algo diferente. Son misioneros católicos, se acaban de casar, y están en una luna de miel de varios meses filmando un documental sobre los caminos de la fe. Hago un sincero propósito de desacato a mis prejuicios ante religiones y nacionalidades, y trabo amistad con ellos, al menos ofrecen una historia distinta a lo que me he encontrado hasta ahora, se nota que me he salido del circuito mochilero-turístico habitual.
El español de estos chicos es tan bueno como mi inglés, pero hablamos en la lengua del Mercosur, que ellos usan incluso entre ellos, ya que están en latinoamérica y quieren practicar. El portugués, aunque ella se defiende con él deduciéndolo del español (igual que yo), queda fuera de juego entre nosotros, a pesar de que estemos en Brasil.
Me proponen ir juntos a visitar una mina de oro en un pueblo cercano, y yo todavía no he superado el trauma de Potosí, pero me digo que no puedo pasar por Minas Gerais y no hacerle los honores a su tradicional industria. Así que al día siguiente, valientemente, me subo a un carrito operado electrónicamente (un considerable adelanto con respecto a Potosí), y me adentro en las fauces de este cerro, otrora abundantemente preñado de oro.
La vagoneta nos deja apenas a doscientos metros más abajo, en una espaciosa y aireada cueva iluminada, donde el guía nos va instruyendo sobre su historia. Un altar a uno de los dioses del Candomblé (culto criollo propio de Brasil) ofrece una versión bastante más inofensiva y benévola que el infernal "Tío" de Potosí.
Salimos de la mina sin una necesidad particular de dar gracias por ver de nuevo la luz del sol, y caminamos los dos kilómetros que nos separan de Mariana, la ciudad más próxima, donde comemos.
En mis andanzas con la pareja observo su relación. Él es todo amor, y ella recibe las atenciones que él generosamente le brinda, como un derecho de nacimiento. No es que sea arrogante con él, ni que no le corresponda, simplemente se deja querer con una sonrisa, y como algo que le es propio. Me digo que algunas personas parecen haber nacido con esta capacidad de recibir amor y atenciones como algo natural. Otras, tenemos que aprenderlo a base de leer libritos de auto-ayuda de bolsillo, y de muchos desamores.
En el albergue me muestran en su ordenador algunas entrevistas que han llevado a cabo a distintos religiosos, para su blog sobre la fe. Me parece interesante, aunque, en mi agnosticismo, no me sugiere mucho a nivel personal. La verdadera lección de fe me la ofrecen, sin darse cuenta, de otro modo, uno mucho más práctico y cotidiano.
Me comentan que, antes de emprender su viaje, habían querido comprarse un móvil nuevo durante un tiempo, uno de última generación. Por supuesto, la tecnología punta se paga y ellos estaban ahorrando para su larga luna de miel, así que optaron por esperar a que alguien se lo regalase, hasta que esto, eventualmente, sucedió. Y así, me dijeron, hacían con muchas cosas.


Y estos chicos, realmente conocen la fe y la practican, más de lo que se piensan ellos mismos.
Al día siguiente decidimos hacer otra excursión e ir a conocer la "Cachoeira das Andorinhas", en un parque nacional a unos pocos kilómetros, a pesar de las recomendaciones en contra de uno de los trabajadores del albergue. Por lo visto en este parque abundan los asaltos a los turistas, pero nos han dicho que la "cachoeira" o cascada vale la pena el riesgo, y decidimos ir, de todos modos, eso sí, desprovistos de nada que valga la pena robar y con el dinero justo.


Realmente tiene aspecto de tal, por su atuendo, así que nos unimos al grupo. Y menos mal, ya que el guía nos lleva por un serpenteante camino hasta un agujero entre unas rocas, donde se esconde, como un templo secreto, la cascada. Nunca la hubiésemos encontrado por nosotros mismos, y hubiésemos regresado con la intriga de saber de dónde venía ese ruido de agua.

No llevamos cámara de fotos, por si nos la robaban, pero tengo un pequeño teléfono móvil con el que alcanzo a registrar algunas imágenes de este momento y lugar.
Después de secarnos al sol en una roca, emprendemos el regreso, nos despedimos de nuestro improvisado grupo, y conseguimos llegar al albergue sin ser atracados, y con la energía de esa poderosa agua escondida, en nuestra piel.
Mis amigos se marchan un día antes que yo, y contemplamos un ocaso de despedida desde el balcón del albergue. Yo apuro aún un poco más la estancia. Podría quedarme un año aquí, entre calles de adoquines, iglesias y laderas empinadas, acompañando a las "namoradeiras" en el marco de una ventana. Sin embargo, debo seguir, aunque me doy cuenta de que estoy alargando mis estancias en los lugares, y me alegro de que mi alma y mi cuerpo me pidan, por fin, un poco de estabilidad.