Cuando, de buena mañana,
hago el cambio de autobús en Puno, todavía en Perú, y veo por primera vez el
lago Titicaca, me doy cuenta de lo mucho que estoy echando de menos el mar. A
casi 4000 metros
de altitud, la visión de esta gigantesca masa de agua dulce que Perú y Bolivia
comparten, me parece una bella postal marina, que me da, por algún motivo, un
gran consuelo.
Después de una polémica
entrada en Bolivia, en que el autobús entero se amotinó contra los responsables
de la agencia de viajes porque pretendían dejar a tres brasileños en la
frontera, llegamos a Copacabana, a orillas bolivianas del Titicaca, desde donde
salen los pequeños barcos hacia la
Isla del Sol. Me subo en la parte de arriba de uno de ellos
y, durante el trayecto, un americano más que entrado en años me cuenta que
viene de Cusco donde se quedó a vivir hace un tiempo, después de unas
vacaciones. No es el primero que me cuenta una historia así, y no me extraña,
Cusco es un pequeño limbo donde es fácil quedar atrapado en un ensueño entre lo
Inca y lo occidental. Yo misma casi adormezco en él, me salvó el frío.
Tenía tantas ganas de
viajar en la parte descubierta de un barquito como este, que a pesar de que ya
no me quedan biodraminas mágicas y voy con una bolsa de plástico en la mano por
si acaso, no me mareo y disfruto de las maravillosas vistas iluminadas por un
sol radiante, mientras el americano me cuenta su vida.
Del pequeño embarcadero de
la zona sur de la isla parten unas empinadas escaleras de piedra flanqueadas
por dos altas estatuas de un hombre y una mujer incas, que llevan a la cima,
donde se encuentran los albergues y posadas. Cuando empiezo a subirlas, cargada
con todo mi equipaje, unos niños se ofrecen a llevarme la mochila, a cambio de
una propinilla. No quiero incurrir en la explotación infantil, así que declino
la oferta. Pero unos 15 escalones más arriba estoy echando el corazón por la
boca, me acuerdo de que la altitud afecta terriblemente mi capacidad pulmonar,
así que, dándome toda clase de excusas, decido incurrir en la explotación
infantil con el siguiente niño que me sale al paso. Aunque tengo la decencia,
al menos, de no regatearle el precio. Tiene once años, es diminuto, la mochila
abulta casi más que él, y me siento un poco culpable por lo que le voy preguntando
a cada poco si está bien. Pero él parece no cansarse ni una pizca mientras yo,
que cargo sólo una bolsa, no puedo con mi alma y el niño tiene que andar
esperándome. Son otra raza esta gente del altiplano.
El albergue está casi en
lo alto de la colina, y mi habitación, que no comparto con nadie, tiene unas
fabulosas vistas al lago y a la
Isla de la Luna ,
que está a unos kilómetros frente a la
Isla del Sol. Según la mitología inca, aquí empezó todo,
cuando el Sol y la Luna
se encontraron. Sobra decir que el Sol representa lo masculino y la Luna lo femenino.
Una vez recupero el
aliento, y siguiendo las indicaciones de la señora boliviana que trastea por el
albergue, salgo a explorar la isla. Visito el Templo del Sol, tras media hora
de sendero, y regreso a tiempo de acabar de subir la colina, con gran esfuerzo
de mis pulmones aunque no voy cargada, e ir a ver la puesta de sol desde el
lado oeste de la cima. Lo hago en la terraza de un barecito, acompañada de una
cerveza, y añorando mucho la presencia de Natalia, que hubiese alucinado tanto
como yo con este espectacular ocaso. El efecto de la cerveza, que a esta
altitud sube más, como cuando vas en avión, hace que me ponga un poco
sensiblera, así que me sacudo la tristeza y entro a cenar en el bar.
Allí conozco a Rachel, una
chica suiza que también viaja sola y que, como yo, trabajó en un crucero, lo
cual nos da tema de conversación para toda la cena y un rato más. Rachel llegó
hoy y se va mañana, como mucha gente que visita la isla, incluso algunos vienen
sólo a pasar el día. Yo he reservado tres noches en el albergue, ya que
necesito un poco de calma después de Cusco. Y además, tengo la regla y no
quiero mucho trote estos días.
A propósito de mi
menstruación, esta está siendo más profusa de lo habitual, lo cual podría
explicarse quizás por el hecho de que al estar a más altitud, mi cuerpo ha
generado más glóbulos rojos para optimizar el transporte de oxígeno. Pero yo
creo que es una cuestión totalmente energética, puesto que se da una peculiar
sincronicidad este mes: es casi luna llena, tengo frente a mi ventana la Isla de la Luna , y estoy en la Isla del Sol, que por lo
visto es el segundo chacra de la
Tierra (aquel que regula las menstruaciones, la creatividad y
el reracionamiento de pareja). Necesariamente tanta coincidencia tiene que
significar algo y haber afectado mi ciclo menstrual. Como además mañana es
Viernes, día de Venus, decido que realizaré un pequeño ritual privado, ya que
dispongo de privacidad en la habitación.
A la mañana siguiente me
despierto con las luces del amanecer, espectáculo al que asisto, envuelta en
una manta, a través de mis privilegiadas ventanas, y vuelvo de nuevo a la cama
a esperar a que pongan los caminos en la isla, ya que hoy me dispongo a
recorrer el sendero que lleva de la parte sur, donde estoy, a la zona norte,
por la cima de la colina, para regresar por la tarde por un sendero que bordea
el mar. Unas siete horas de caminata en total, me apetece. Salgo casi a las
diez, es un día radiante de nuevo, y tal y como voy caminando, voy sintiendo
como me invade la euforia. Ciertamente necesitaba ver agua en grandes
cantidades, y necesitaba una caminata larga y tranquila a solas. El sol, que
brilla sin interferencias de ninguna nube, también ayuda, y puedo notar, en un día
como hoy en que estoy más sensible, la energía de la
Pacha Mama , o Madre Tierra, bajo mis pies.
Tierra, fuego y agua, que es lo que al fin y al cabo representan los tres
elementos de la transformación alquímica, la sal, el azufre y el mercurio
respectivamente. Intento, conscientemente absorber esta energía, y colmarme de
ella hasta rebosar.
El paseo también invita a
la reflexión, y pongo en orden mis ideas, un poco desbaratadas estos últimos
días con tantas emociones en Cusco y el Machupichu. Llego al otro extremo de la
isla, donde a través de unas ruinas voy a parar a una playa arenosa. Hace frío
y no da para bañarme, pero sí para mojarme los pies en este elemento, el agua,
que definitivamente quiero tener en mi vida. La playa está desierta excepto por
una pareja que parece haber pasado la noche allí, acampados. Puedo imaginar lo
romántico que debe ser, sobretodo porque, con el frío que hace aquí por la
noche, no queda otra que dormir abrazadísimos.
Delante de la Roca Sagrada , al volver de la
playa, me topo con un Chamán que por el módico precio de 10 bolivianos (1,20€
aproximadamente) te da una bendición personalizada. Que me llamen supersticiosa,
pero esto no me lo pierdo. Así que, sentada en una silla de piedra recibo la
bendición del chamán, el cual recita sus rezos entre los que se intercala mi
nombre, “España” y “2012” ,
mientras con una flor mojada con agua del Titicaca, golpea suavemente mi
cabeza. Luego sujeta mis manos y me desea buena suerte. Lugar místico donde los
haya, esta Isla del Sol.
Doy cuenta de un bocadillo
de huevo y unas patatas fritas en el pequeño centro “urbano” sin asfaltar de la
zona norte, en cuyas playas, acampados, se concentra una muchachada
predominantemente argentina, y donde probablemente se llevó a cabo la “rave” de
fin de año, a la que vinieron nuestros amigos de Uyuni. Seguro que fue un
fiestón, pero la verdad, profanar este lugar convirtiéndolo en una discoteca me
parece sacrílego. Para eso está Cusco.
Tardo menos de lo previsto
en hacer el camino de regreso, a lo largo del sendero que bordea la costa este
de la isla, sobretodo porque un inesperado y violento retortijón me hace
recorrer los últimos kilómetros en un tiempo record hasta llegar al baño del
albergue justo a tiempo de evitar una bochornosa catástrofe. Y así comienza un
desarreglo intestinal que me va a durar unos días.
Cae la noche, una luna
rebosante ilumina el lago por encima de la isla que lleva su nombre, y yo
preparo un pequeño altar para mi ritual con una imagen de Venus que siempre me
acompaña (junto con la de Lakshmi y la de Hygeia), un pedazo de sal de Uyuni,
una piedra verde que he recogido hoy en el camino, una figura representando al
amor, que compré en el salar, y una vela. Y en mi cuello pende un colgante
representando a la Pacha Mama
que me regaló Natalia. Me encomiendo a Venus, a la Madre Tierra , a la Isla de la Luna y a la Isla del Sol, segundo chacra
de este planeta, a la Luna
misma y a toda la energía del Universo. Y esta misma noche, sueño que tengo un
bebé.