Nunca he sido muy fan de las ciudades latinoamericanas
(hasta que conocí Cusco, claro), pero La
Paz me viene de paso y siento que es parada obligatoria. Así
que le dedico tres noches en un albergue muy céntrico donde me ponen una
pulserita identificativa la cual me da derecho a una cerveza gratis cada noche
de mi estancia, en el bar del albergue. Así que, después de cenar, subo los
cuatro pisos que llevan hasta el bar (despacito, ya que La Paz está muy alto y sigo
asfixiándome a cada dos pasos) y reclamo, alzando mi muñeca al chico de la
barra, mi cerveza. Mirando a mi alrededor percibo que, tanto los camareros como
los clientes de este lugar no son de orígen latino, y oigo hablar
predominantemente inglés. Incluso el Quizz que llevan a cabo un poco más tarde,
se realiza en este idioma. No he hablado mucho inglés en este viaje, así que no
me importa practicar un poco, y lo hago con un chico que está solo parado en la
barra, como yo.
La conversación gira alrededor de lo de siempre entre
viajeros: ¿de dónde eres?, ¿cuánto tiempo llevas viajando? ¿de dónde vienes? y
¿hacia dónde vas?. Lo de ¿a qué te dedicas? Viene más tarde, cuando ya hay un
poco de confianza. Me recuerda a cuando recorrí el Camino de Santiago, en que
la pregunta no era “Hola, ¿qué tal?” sino “Hola, ¿qué tal tus pies?” Y acababas
sabiendo mucho de los pies de la gente y poco de sus vidas. La verdad es que, después de un tiempo, este tipo de charla
inicial se vuelve monótona y predecible, ya que estoy, por lo visto, en una
ruta comúnmente transitada, y todo el munco ha ido o va a ir a Uyuni, la Isla del Sol y a Cusco. Todos
tenemos fotos en el Facebook saltando en el salar y con el Machupichu de fondo
(como he comprobado muchas veces espiando al de al lado en el ciber). Sólo que
estos días la mayoría parece ir de subida, hacia Perú, y yo voy de bajada,
hacia la frontera con Brasil, en el sureste de Bolivia.
Pero con la ayuda de unas cervezas es fácil hablar de
cualquier cosa y me quedo charlando con mi reciente amigo holandés, hasta que
siento que si bebo más no voy a saber encontrar mi habitación, así que me
retiro prudentemente.
Recorro La Paz
a mi aire, empezando por el centro histórico, donde hay más ambiente y
abundantes tiendas de artesanía, y donde encuentro, en la plaza de San
Francisco, una protesta de discapacitados físicos. Alguien me había comentado
algo al respecto pero Celia, representante del movimiento, me lo explica mejor
cuando me acerco a firmar por su causa. En Bolivia la sanidad es privada, por
lo que es fácil imaginar que no hay cobertura pública ninguna para el colectivo
de discapacitados, los cuales cuentas sólo con sus propios recursos (quien los
tiene) para sobrevivir. El gobierno, a pesar de ser populista, les dice que no
son representativos de la sociedad como para dirigir fondos públicos hacia
ellos, aunque las estadísticas dicen que son más de un 10% de la población. Así
que llevan unos años sacando sus sillas de ruedas a la acalle, y haciendo ruido
para que los escuchen. Pero por lo visto Evo tiene otras prioridades en su
agenda, y el resto del mundo apenas sabe que existe Bolivia. Triste historia,
pero toda una inspiración el coraje y la persistencia de esta gente que no se
conforma y no se rinde. Particularmente en el caso de Celia, licenciada en
psicología pero sin posibilidades de ejercer en su país por causa de su
discapacidad, y que se resiste a irse a vivir a España con su hermana, donde la Seguridad Social
le daría más cobertura, y donde podría tener una vida más normalizada. En lugar
de eso, prefiere quedarse aquí a intentar construir una Bolivia mejor. Me da
mucho que pensar.
Más tarde, los pies me llevan a una pequeña galería de arte
en la que se exhiben unos preciosos cuadros de estilo contemporáneo y motivos
bolivianos. Me cautivan las formas y los colores, así como las texturas, pero
sobretodo unas bellas representaciones de “cholitas” al desnudo. Me parece de
lo más atrevido ya que las mujeres bolivianas destacan por su recato. Felicito
al pintor, sentado detrás de un escritorio y que parece ser de mi quinta, por
su trabajo y entablamos conversación. Me pregunta por la crisis en Europa, y le
digo que nos la hemos ganado por ingenuos, le expreso mi admiración por la
belleza de Bolivia y le confieso mi previa ignorancia respecto a este país, y
me comenta que el boliviano vive “de espaldas a sí mismo”. Y, realmente, este
es un país que no se exhibe al mundo, quizás por que está todavía con el culo
al aire, y su colorido folclore no consigue ocultarlo, a diferencia de lo que
acontece con otros países de esta franja como Perú.
En mitad de la charla entra en la tienda una pareja que
saluda familiarmente al pintor y le entregan una invitación para la
inauguración de una exposición de acuarelas esta noche. El pintor les pide otra
invitación para mí e insiste en vernos más tarde en la exposición. Me comenta
también que tiene un amigo viejito con quien va a tomar vino y a charlar a unos
barecitos en no se qué interesante parte de la ciudad, y le encantaría que yo
los acompañase. Salgo de allí encantadísima, mi imaginación se dispara y de
repente me siento musa de un pintor. Pero mi ingenua fantasía se convierte
rápidamente en humo cuando por la noche voy a la exposición y el pintor no se
presenta. Me río un poco de mi misma, agarro el vaso de vino que alguien me
ofrece y me dispongo a examinar las acuarelas.
Un señor de pelo cano y mirada afectada por el vino me
ofrece una visita guiada a la exposición. También es acuarelista y amigo del
difunto autor de las obras que observamos. Cuadro tras cuadro me habla de
“trazos espontáneos” en los “paisajes paceños” que muestran las acuarelas. A mí
me fascina la precisión de las pincelada, que me sugieren una disciplinada
técnica en un tipo de pintura como esta, que no admite fallos. Entre obra y
obra, mi improvisado guía me va interrogando juguetonamente, hasta que me
sugiere sacarme de paseo mañana o, mejor aún, ir a tomar algo esta noche. Me
apresuro a decirle que me voy al día siguiente y que estoy agotada de caminar
todo el día, pero este gato viejo no se da por vencido fácilmente, y se me
arramba mientras me retrato con toda la élite de pintores que ha quedado al
final de la exposición y que mi mentor me presenta. Si mi cultura pictórica
fuese más extensa, seguramente me sentiría como el protagonista de “Midnight in
Paris”, en medio de tanto artista célebre. Hay uno que incluso me recuerda a
Picasso, o será el vino este que me han dado, que no es muy bueno. Pero no se
quién es nadie, por lo que no me abruma que estas celebridades bolivianas se
interesen por mí y me traten, por un ratito, como una invitada de honor. Bueno,
tengo que decir que ser de Barcelona es una muy buena carta de presentación ante
cualquier público, ya que mi ciudad hoy en día parece ser la niña bonita de
Europa, además de contar con un equipo de fútbol con seguidores en todo el
mundo, pero particularmente ante un artista, siendo una ciudad tradicionalmente
vanguardista en lo que se refiere al arte.
Al día siguiente no voy de paseo con el señor canoso, sino
que visito el Valle de la Luna , una peculiar formación
rocosa a las afueras de la ciudad, que me da la impresión de estar en un
hormiguero. Por la tarde callejeo el barrio de Sopocachi, donde se desarrolla, por lo visto, la vida
nocturna de La Paz. Pero
no llego a conocer esta, ya que la única vida nocturna que hago en esta ciudad
es en el bar del albergue, donde si voy en la “happy hour” no me dan sólo una
cerveza gratis mostrando mi pulserita, sino dos. Para la última noche me he
apuntado a la cena del albergue, ya que tienen menú vegetariano, y comparto la
mesa con mi amigo el holandés y con un amigo suyo de Alabama, con quien hago
migas rápidamente. Ambos son también vegetarianos, como lo era la chica
irlandesa con la que cené la primera noche aquí en La Paz ¿será coincidencia? Les
hago a todos la misma pregunta: “¿cómo lo hacen en Latinoamérica, donde la
carne está tan presente en todas partes?” Simplemente, no comen carne ni pescado
porque son vegetarianos. Esto me hace reflexionar acerca de mi compromiso con
el vegetarianismo, el cual he traicionado comiendo pescado (pero no carne,
desde hace unos trece años), cuando las opciones han sido exiguas. Y como en
los últimos dos años he viajado bastante, sobretodo en España, donde no comer
jamón parece ser una ofensa nacional, ha habido muchas ocasiones en que he
optado por algo de pescado. Aunque cuando lo he podido evitar, como cuando he
viajado por Asia, paraíso de los vegetarianos, lo he evitado. Rememoro la época
en que fui casi vegana, unos años atrás, en que registré los más elevados
niveles de energía de mi historia personal y me digo que este es un compromiso
que quiero mantener, por una cuestión de convicción así como de salud, y porque
es una pieza más del puzzle que estoy intentando recomponer.
El chico de Alabama me cuenta que tiene un negocio en su
ciudad, un B&B, del que se hace cargo una agencia, y él sólo se ocupa de
recibir una renta mensual que le permite viajar todo el tiempo. Durante unos
años trabajó en ello como una hormiga, pero a sus cuarenta y nueve le llegó el
momento de ser cigarra, y dejar que el negocio lo gestionen otros, para él
dedicarse a viajar. Esto lo convierte rápidamente en mi héroe personal, ya que
esto es, definitivamente, a lo que yo quiero llegar.
Pero los héroes tienen también debilidades humanas y este se
interesa por la localización de mis tatuajes. Se los mostraría pero estamos en
un albergue, y tengo diarrea, y me voy mañana, así que le digo que mejor en
otra ocasión, ya que los viajeros siempre acabamos encontrándonos de nuevo en
otro lugar.
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