Un autobús de línea, otro autobús de línea, y, por fin, un barquito de madera que durante una buena hora recorre la bahía que forma la península donde se encuentra Boipeba. Una deliciosa hora en la que me deleito observando no sólo el paisaje de mangas y palmeras, sino a mis autóctonos acompañantes en la embarcación. Pues hay apenas un par de mochileros más en el barco, lo cual se me antoja como un presagio de que Boipeba será un lugar tranquilo.
Y lo es. Encuentro el bonito albergue en la plaza del "pueblo" que, a esta hora, está echando la siesta, y me insalan en una habitación habitada tan sólo por un mosquito que se alimenta de la sangre de los mochileros y que ha aprendido a sortear mosquiteras, aunque eso no lo descubriré hasta más tarde.
Pero primero, como siempre, llevada por mi condición de exploradora, salgo a reconocer el terreno. Y este resulta ser un pequeño paraíso bahiano que me devuelve a mi primer viaje a Brasil, en que me pasé tres meses y medio de playa en playa y de isla en isla, y en que conocí numerosos lugares como Boipeba.
Aquí ya no esperaba encontrar un lugar donde montar mi negocio, sino un pequeño recodo donde descansar de tan largo viaje y cargar las pilas para el regreso a Barcelona, y sin duda, este conjunto de playas tropicales me lo ofrece. Paseo por la vera del mar, me baño en las aguas critalinas y tranquilas, me impregno del aire cálido, acaricio la arena, y me lleno de sol como queriendo engullir al máximo y por todo los poros de mi ser esta energía luminosa que siento que voy a necesitar para lo que me viene en breve. No hay casi nadie, y me alegro sinceramente de que mi último puerto no sea otro foco de ruidosos mochileros, y de que no haya buggies (coches descapotables) recorriendo la playa, ni bares con la música a tope. Ya pensé que no quedaban pedazos de costa tranquilos y sin ultrajar en Brasil pero, por suerte, me equivocaba.
Cuando anochece regreso al albergue y, mientras preparo la cena, veo a una pareja entrar en uno de los cuartos que dan al jardín. Me parece escucharlos hablar en catalán lo cual me sorprende ya que en todo el viaje no me he topado con catalanoparlantes. El chico se acerca a la cocina y le pregunto si son catalanes. Pues si, y de Barcelona, como yo. Así que entablamos conversación en nuestra lengua materna, lo cual se me antoja como una especie de transición hacia la realidad a la que regresaré en unos pocos días. Él es músico e interiorista, y ella responsable del gabinete de prensa de un conocido centro cultural de mi ciudad, y me digo que Barcelona es realmente una ciudad habitada por gente muy interesante. Les explico mi proyecto, les parece muy interesante, como que no les estoy hablando de ciencia ficción, y siento de repente la certeza y convicción de que la tierra prometida que estaba buscando para montar mi centro de terapias no es otra que mi propia tierra. Lo sospechaba, pero he necesitado estos tres meses de travesía para convencerme y darle la razón al refranero popular cuando dice aquello de que la hierba no es más verde en el otro lugar. Si es que ya lo decía Dorothy "no hay ningún lugar como tu casa".
Bueno, para montar mi negocio quizás mi mejor opción sea Barcelona, pero para este final de vacaciones, no hay ningún lugar como Boipeba. Al día siguiente camino de playa en playa durante tres horas hasta que llego a Moreré donde me siento en un chiringuito a tomar un agua de coco y allí conozco a una chica italiana que, curiosamente, vive en Capao, mi primera parada después de Salvador. Fluye la charla, me cuenta que vive ahí desde hace unos meses (tiene en Italia un piso de propiedad alquilado, del cual vive) y le interesan las terapias. Le cuento mi proyecto y le comento que me planteé Capao como un lugar donde establecerlo. Me dice que quién sabe, que quizás podamos organizar en algún momento alguna colaboración, que estemos en contacto. Quien sabe, pero yo lo que siento, tal y como hablo con ella, es que se cierra aquí el ciclo de mi viaje. Nos despedimos y emprendo las tres horas de regreso al albergue.
En el camino de vuelta me encuentro con un vendedor de helados que recorre con su colorido carrito las solitarias playas. Me habla, coquetea, y caza con destreza un cangrejo vivo al cual filmo corretear por entre las ruedas del carrito antes de ser capturado. Cuando llego al albergue, alguien ha cazado a unos cuantos primos hermanos del cangrejo, los cuales la bella hostalera llamada Venusa, nos prepara para la cena que compartimos los que estamos por allí. Y después de cenar me uno a mis amigos catalanes y unos conocidos suyos a tomar un mojito en la plaza del pueblo, sentados en unas improvisadas sillas al lado del puesto de los cócteles. Formamos un pequeño grupito internacional de viajeros, y alguno hay que en su momento compró una parcela en este terruño, donde se exila unos cuantos meses al año. Qué suerte, sobretodo si lo compró antes de que Brasil se declarase la quinta potencia mundial y subiesen tanto los precios. Aunque quizás ya era hora de que se nos acabase el chollo a los del supuesto primer mundo, a costa de los del segundo y tercero.
Y entre mojitos, historias de viajes, y proyectos, apuro mi última noche en Brasil, y la última noche de mi aventura al otro lado del Arco Iris. Mañana empieza mi trayecto de regreso.
De los Pirineos a los Andes
Diario de un viaje al otro lado del Arco Iris
domingo, 4 de noviembre de 2012
miércoles, 10 de octubre de 2012
Itacaré
Si todavía me queda alguna esperanza de instaurar mi negocio en Brasil, esta está puesta en Itacaré, la última tierra prometida.
Descubrí el pueblo estando aún en Argentina, en una guía de albergues, y durante el viaje más de uno me lo ha descrito como un paraíso natural de estos que atesora Brasil. De cualquier modo está en la costa, y sólo por esto ya es un destino prometedor al que me dirijo con ansia.
Ansia que tengo que sobrellevar una vez más, en unas eternas veinticuatro horas de bus, parando en Valença, para subirme a otro bus local que, ya entrada la noche, nos lleva (a mí y a unos cuantos mochileros más) a Itacaré.
Tal y como avanzamos, voy dislumbrando, por entre las casas, retazos de playa que avivan mi corazón. Hasta que una vez abandonado Valença, tras el último edificio se abre un paisaje de mar infinito iluminado por una radiante luna. Esta bella imagen me devuelve el alma al cuerpo después de tan largo viaje desde Belô, y después de tantas semanas lejos de la costa.
Llego a Itacaré cerca de medianoche, pero todavía hay gente por la calle, y un lugareño me indica el camino al albergue, en el cual me dejo caer agotada, pero maravillada de estar, al fin, a la vera del mar.
Me ubican en un cuarto con una señora canadiense que no habla español, para que pueda hablar inglés conmigo, pero yo esta noche sólo tengo fuerzas para comer algo y dormir. Sin embargo la señora, que viaja sola, se muestra encantada de tenerme allí y me hace saber que, a partir de ahora, seremos inseparables amigas del alma e iremos juntas a todas partes. Me digo que ya lidiaré con ella mañana mientras saboreo el infinito placer de pillar una cama después de una noche de incómodo autobús.
Pero su insistencia y mi falta de coraje para decirle a esta mujer que me deje en paz, forjan de hecho una amistad impuesta a partir de la mañana siguiente, que acaba desesperándome pero que me tengo bien merecida. Pues, una vez más, por no andar sola tanto tiempo (se supone que no es bueno) y por no saber decir que no, se me encarama a la chepa gente con la que no quiero estar.
El primer día todavía se me hace agradable su compañía, quizás porque estoy de muy buen humor por estar
comiendo en un chiringuito en la playa, y bañándome en el mar donde me abrazo a las olas en un feliz reencuentro. Y al atardecer, la magia de una puesta de sol tras las montañas captura la poca atención que le haya podido prestar a la mujer.
Pero cuando al segundo día, mi amiguísima se dispone a planear el resto de mis vacaciones con ella, el pánico empieza a hacer presa de mí.
Conocemos en el albergue a una chica del norte de Europa de rubísimo cabello y azulísimos ojos que también viaja sola. Coincidimos en la playa, y al cabo de un rato viene a sentarse con nosotras. Mi amiga canadiense le cuenta "nuestros" planes de ir mañana a una cascada de la que nos han hablado, y la nórdica dice que vale. Pero no lo veo claro. Y efectivamente, a la mañana siguiente la rubia improvisa una descomposición intestinal que le impedirá cualquier plan con nosotras, y se queda tan ancha ¿por qué no puedo hacer yo eso? ¿será por ese sentimiento de culpa judeo-cristiano del que de repente hemos tomado todos consciencia y al que es atribuible tantas de nuestras traumatizantes desgracias?
El caso es que opto por "huir" (en mi línea) a la mañana siguiente antes de que me alcance la señora, no sin antes dejarle un mensaje en recepción asegurándole que nos veremos más tarde en el albergue. Pues la culpa persiste. Y un poco de miedo también. Miedo a que si le digo a la señora a la cara que no me apetece andar con ella todo el tiempo porque es un poco pesad, el Universo me castigue dejándome sin amigos para siempre, por borde. Absurdo, lo sé, pero es lo que siento.
Así que paso todo el día a mi aire, tranquila, decidiendo lo que hacer los pocos días que me quedan, porque no tengo claro si quiero quedarme aquí. Itacaré, mi última esperanza, es un pueblo popular entre los surfistas donde se desarrollan dos realidades paralelas. En una calle principal se suceden los albergues, bares, restaurantes, cafecitos, tiendas de souvenires y agencias de excursiones, poblados de turistas de muchas nacionalidades. En otra calle principal, un poco más hacia el interior del pueblo, están los supermercados, peluquerías, la plaza mayor, las tiendas de ropa brasileña para brasileños, y las fruterías, transitada principalmente por gente local. Turistas y lugareños se reparten el pueblo casi sin mezclarse como si estos últimos hubiesen cedido un pedazo de su tierra a los forasteros en pro de la economía del lugar, sin tener que dejar de vivir sus vidas.
Las playas son paradisíacas, desde luego, y el pueblo conserva una pintoresca reminiscencia de villa de pescadores, a pesar de la aplastante explotación turística, pero a mí, tanto rollito surfista fiestero no me va. Y no me veo en absoluto regentando un centro de terapias en esta dual realidad.
Un par de chicas españolas que conozco en una playa me hablan de Boipeba, otro pequeño paraíso, más pequeño que este, de camino a Salvador, donde debo embarcar de regreso a Barcelona. Así que, de vuelta al albergue le comunico a mi inseparable mi decisión de irme sola a Boipeba estos últimos días. La mujer se muestra sorprendida, contrariada y decepcionada, y me sabe mal pero ¿de verdad tengo que explicarle a una señora de setenta años que laparse a alguien es, realmente, un abuso? Ay, si tan sólo tuviese yo un poco más de asertividad.
La pobre mujer aún insiste en acompañarme a la estación de autobús a las ocho de la mañana, y yo insisto
más aún en que no hace falta, pero se levanta para acompañarme en el desayuno y me cuenta que ya tiene planes con otras amigas no sé donde, menos mal, me quedo más tranquila.
Así que abandono de buena mañana Itacaré, al mismo tiempo que abandono la idea de ser empresaria en Brasil, y me dirijo a Boipeba en busca de un poco de paz, y con la esperanza de coger fuerzas para enfrentarme al regreso a casa.
Descubrí el pueblo estando aún en Argentina, en una guía de albergues, y durante el viaje más de uno me lo ha descrito como un paraíso natural de estos que atesora Brasil. De cualquier modo está en la costa, y sólo por esto ya es un destino prometedor al que me dirijo con ansia.
Ansia que tengo que sobrellevar una vez más, en unas eternas veinticuatro horas de bus, parando en Valença, para subirme a otro bus local que, ya entrada la noche, nos lleva (a mí y a unos cuantos mochileros más) a Itacaré.
Tal y como avanzamos, voy dislumbrando, por entre las casas, retazos de playa que avivan mi corazón. Hasta que una vez abandonado Valença, tras el último edificio se abre un paisaje de mar infinito iluminado por una radiante luna. Esta bella imagen me devuelve el alma al cuerpo después de tan largo viaje desde Belô, y después de tantas semanas lejos de la costa.
Llego a Itacaré cerca de medianoche, pero todavía hay gente por la calle, y un lugareño me indica el camino al albergue, en el cual me dejo caer agotada, pero maravillada de estar, al fin, a la vera del mar.
Me ubican en un cuarto con una señora canadiense que no habla español, para que pueda hablar inglés conmigo, pero yo esta noche sólo tengo fuerzas para comer algo y dormir. Sin embargo la señora, que viaja sola, se muestra encantada de tenerme allí y me hace saber que, a partir de ahora, seremos inseparables amigas del alma e iremos juntas a todas partes. Me digo que ya lidiaré con ella mañana mientras saboreo el infinito placer de pillar una cama después de una noche de incómodo autobús.
Pero su insistencia y mi falta de coraje para decirle a esta mujer que me deje en paz, forjan de hecho una amistad impuesta a partir de la mañana siguiente, que acaba desesperándome pero que me tengo bien merecida. Pues, una vez más, por no andar sola tanto tiempo (se supone que no es bueno) y por no saber decir que no, se me encarama a la chepa gente con la que no quiero estar.
El primer día todavía se me hace agradable su compañía, quizás porque estoy de muy buen humor por estar
comiendo en un chiringuito en la playa, y bañándome en el mar donde me abrazo a las olas en un feliz reencuentro. Y al atardecer, la magia de una puesta de sol tras las montañas captura la poca atención que le haya podido prestar a la mujer.
Pero cuando al segundo día, mi amiguísima se dispone a planear el resto de mis vacaciones con ella, el pánico empieza a hacer presa de mí.
Conocemos en el albergue a una chica del norte de Europa de rubísimo cabello y azulísimos ojos que también viaja sola. Coincidimos en la playa, y al cabo de un rato viene a sentarse con nosotras. Mi amiga canadiense le cuenta "nuestros" planes de ir mañana a una cascada de la que nos han hablado, y la nórdica dice que vale. Pero no lo veo claro. Y efectivamente, a la mañana siguiente la rubia improvisa una descomposición intestinal que le impedirá cualquier plan con nosotras, y se queda tan ancha ¿por qué no puedo hacer yo eso? ¿será por ese sentimiento de culpa judeo-cristiano del que de repente hemos tomado todos consciencia y al que es atribuible tantas de nuestras traumatizantes desgracias?
El caso es que opto por "huir" (en mi línea) a la mañana siguiente antes de que me alcance la señora, no sin antes dejarle un mensaje en recepción asegurándole que nos veremos más tarde en el albergue. Pues la culpa persiste. Y un poco de miedo también. Miedo a que si le digo a la señora a la cara que no me apetece andar con ella todo el tiempo porque es un poco pesad, el Universo me castigue dejándome sin amigos para siempre, por borde. Absurdo, lo sé, pero es lo que siento.
Así que paso todo el día a mi aire, tranquila, decidiendo lo que hacer los pocos días que me quedan, porque no tengo claro si quiero quedarme aquí. Itacaré, mi última esperanza, es un pueblo popular entre los surfistas donde se desarrollan dos realidades paralelas. En una calle principal se suceden los albergues, bares, restaurantes, cafecitos, tiendas de souvenires y agencias de excursiones, poblados de turistas de muchas nacionalidades. En otra calle principal, un poco más hacia el interior del pueblo, están los supermercados, peluquerías, la plaza mayor, las tiendas de ropa brasileña para brasileños, y las fruterías, transitada principalmente por gente local. Turistas y lugareños se reparten el pueblo casi sin mezclarse como si estos últimos hubiesen cedido un pedazo de su tierra a los forasteros en pro de la economía del lugar, sin tener que dejar de vivir sus vidas.
Las playas son paradisíacas, desde luego, y el pueblo conserva una pintoresca reminiscencia de villa de pescadores, a pesar de la aplastante explotación turística, pero a mí, tanto rollito surfista fiestero no me va. Y no me veo en absoluto regentando un centro de terapias en esta dual realidad.
Un par de chicas españolas que conozco en una playa me hablan de Boipeba, otro pequeño paraíso, más pequeño que este, de camino a Salvador, donde debo embarcar de regreso a Barcelona. Así que, de vuelta al albergue le comunico a mi inseparable mi decisión de irme sola a Boipeba estos últimos días. La mujer se muestra sorprendida, contrariada y decepcionada, y me sabe mal pero ¿de verdad tengo que explicarle a una señora de setenta años que laparse a alguien es, realmente, un abuso? Ay, si tan sólo tuviese yo un poco más de asertividad.
La pobre mujer aún insiste en acompañarme a la estación de autobús a las ocho de la mañana, y yo insisto
más aún en que no hace falta, pero se levanta para acompañarme en el desayuno y me cuenta que ya tiene planes con otras amigas no sé donde, menos mal, me quedo más tranquila.
Así que abandono de buena mañana Itacaré, al mismo tiempo que abandono la idea de ser empresaria en Brasil, y me dirijo a Boipeba en busca de un poco de paz, y con la esperanza de coger fuerzas para enfrentarme al regreso a casa.
domingo, 2 de septiembre de 2012
Belô Horizonte
A apenas dos horas de carretera de Ouro Preto, Belô
Horizonte se erige y expande a guisa de gran ciudad, como capital de
departamento que es. No hay pintorescas calles de adoquines con coloniales
edificios anclados en el limbo del pasado aquí, sino avenidas, semáforos,
bancos y mucha gente circulando a ritmo de metrópolis.
En la estación me indican un albergue cercano y barato,
donde comparto cuarto con varias chicas, todas brasileñas. Parece que “Belô” no
es destino favorito del mochilero, aunque sea una ciudad realmente dinámica y
con bastante que ofrecer.
Como mi amigo activista, con el que compartí siete horas de cola
en la frontera con Bolivia, y que me ofreció hospitalidad y turismo, no ha dado
señales de vida (a pesar de que le avisé que venía y de habérmelo encontrado en
la red, otro cantamañanas), decido otorgarme tan sólo un par de noches aquí en
la urbe, ya que el domingo hay un mercadillo famoso y no me lo quiero perder.
Porque en realidad, lo que estoy deseando es llegar al mar.
Entablo conversación con una de mis compañeras de habitación y
por la noche salimos a tomar una cerveza. De entrada se me antoja como una
chica divertida y me digo que ya era hora de un poco de marcha. Pero tras
vaciar dos vasos en la terraza de un bar, me relata su tragedia personal,
acompañada de otros dos vasos, por lo que termino ligeramente borracha y deprimida a la vez.
Siempre me ha chocado la gente que te cuenta, el mismo día en que la conoces, un suceso dramático en sus vidas, como la muerte de un
hijo bebé, una terrible traición amorosa, o cualquier otro fatídico episodio.
Me sugiere que es tal el tormento que se vive, que se siente la necesidad de
hablarlo para expulsarlo y exorcizarlo, y con quién mejor que con un perfecto
desconocido. A la vez me choca la cantidad de drama que puede ocultarse detrás
de un aspecto jovial y desenfadado, aunque ya hace tiempo que percibo que la
gente que ríe mucho, llora mucho también. O quizás será que, por mi condición
de terapeuta, facilito sin darme cuenta, este tipo de confesiones.
El caso es que de marcha nada, volvemos al albergue, y el
alcohol me induce un sueño rápido y profundo del que despierto un poco pastosa,
pero con ánimo de explorar la ciudad.
Busco el casco antiguo, pero no lo encuentro. Por lo visto
las piedras centenarias están todas en Ouro Preto. Pero encuentro el mercado
central donde no sólo se vende fruta y verdura, sino también arte y artesanía,
y donde me estreno con el “açaí”, delicioso plato de helado cremoso de esta
fruta acompañado de rodajas de banana y cereales. Tantas veces en Brasil y no
conocía esta delicia vegetariana que podría comer todos los días.
Puesto que las calles no invitan mucho a perderse (sin
llegar a lo inhóspito de Brasilia), vuelvo al albergue a descansar, y me encuentro
con algo de ambiente en la habitación. Hay varias de las chicas y están de
cháchara.
“Delicia, delicia, asím voçê me mata, ai si eu te pego, ai ai,
si eu te pego”, suena como timbre de un móvil. Llevo oyendo esta cancioncilla
desde que llegué al país en noviembre, es el hit del momento, suena
constantemente y todos la cantan. Hasta yo me he sorprendido a mi misma en
algún momento tarareándola, para mi mayor disgusto. Y es que el tema ni
siquiera es malo, es mediocre pero pegadizo, y a base de repetición exhaustiva
han conseguido que un pueblo como Brasil, que ha sido acunado al son de la
Bossa Nova de verdaderos genios, y cuya
riqueza musical es difícilmente comparable con la de ninguna otra nación, se
extasíe con una cancioncilla simplona y empalagosa como esta. Por eso, cuando
me he escuchado a mi misma, siquiera mentalmente, entonar tan machacón y
comercial ritmo, me he sentido balar cual triste oveja en un inmenso rebaño.
(Mi estupefacción se verá incrementada más tarde, una vez cruce el charco de
nuevo, cuando descubra que en mi península, que parió músicos como Paco de
Lucía entre otras muchas celebridades, también ha sucumbido a tan irritante “ai
si eu te pego” tonadilla, y hasta la han traducido al español). Pero no digo
nada a las chicas, ya que como huésped de su patria, no me siento con derecho
de emitir, en voz alta, tan severo juicio.
Afortunadamente, Brasil tiene mucho más que ofrecer a nivel cultural, y acontece
que se celebra un festival de artes escénicas este fin de semana en la ciudad.
Propongo a mi amiga de anoche ir a ver una pieza de teatro, y otras chicas se
suman. Así que, después de cenar, nos dirigimos al lugar del evento, muy cerca
del albergue, pero al llegar descubrimos que había que comprar la entrada
anticipadamente ya que en la taquilla vale como tres veces más. Vaya, si no nos
hubiésemos entretenido tanto cenando... Intentamos ir al cine, pero no quedan
entradas para la película que nos gusta, por lo que damos por finalizada la
noche.
Yo estoy empezando a cansarme de la ciudad y cada vez tengo
más ganas de verme en la playa. Además, las chicas parecen entenderse muy bien
entre ellas, y ya les viene bien haberse encontrado ya que no están en Belô por
placer sino por estudios o trabajo, pero yo no me siento muy afín a ellas e
intuyo que sienten la obligación de no dejarme sola, típico brasileño, cuando
yo lo que tengo ganas es de hacer la mía. Pues como cada vez que me junto con
alguien (o alguien se me junta) sólo por no andar sola, acabo aburriéndome y
arrepintiéndome.
Pero me resulta violento, a la mañana siguiente, decirles
que prefiero ir a mi rollo, por lo que aprovecho el bullicio del “mercadillo
hippie”, en el que ellas se interesan por un tipo de paradas y yo por otro
totalmente diferente, para dejarme engullir por la multitud en la dirección
opuesta a ellas.
Y de este modo me pierdo, libre y feliz, entre los muchísimos
puestos de colorida y creativa artesanía, los grupos de Capoeira y las paradas
de comida, hasta que termino en el parque, en cuya hierba, delante de un
laguito me tumbo a leer, escribir, observar a la gente, a los animales, y ver
pasar la tarde.
Por la tarde, un rato antes de embarcarme en el autobús, alcanzo a presenciar el encuentro callejero de Soul de todos los domingos, que
le da a Belô ese toque de ciudad del mundo que es. Sólo que yo tengo un
irreprimible mono de playa, y espero impaciente, en unas horas estar en ella.
martes, 7 de agosto de 2012
Ouro Preto
De momento pago un par de noches, aunque sospecho que me quedaré más. Exploro las serpenteantes calles adoquinadas, en esta tarde cubierta de nubes y neblina que, lejos de ensombrecer la imagen, contribuye aún más al añejo aspecto de este lugar. Las "namoradeireas" reposan su ensueño en los marcos de las ventanas, y numerosas pendientes y laderas permiten una vista panorámica, casi vertical, de esta ciudad de postal.
El segundo día conozco a una pareja de estadounidenses en el albergue. Lo de siempre: de dónde eres, dónde has estado y a dónde vas. Sólo que esta vez me encuentro con algo diferente. Son misioneros católicos, se acaban de casar, y están en una luna de miel de varios meses filmando un documental sobre los caminos de la fe. Hago un sincero propósito de desacato a mis prejuicios ante religiones y nacionalidades, y trabo amistad con ellos, al menos ofrecen una historia distinta a lo que me he encontrado hasta ahora, se nota que me he salido del circuito mochilero-turístico habitual.
El español de estos chicos es tan bueno como mi inglés, pero hablamos en la lengua del Mercosur, que ellos usan incluso entre ellos, ya que están en latinoamérica y quieren practicar. El portugués, aunque ella se defiende con él deduciéndolo del español (igual que yo), queda fuera de juego entre nosotros, a pesar de que estemos en Brasil.
Me proponen ir juntos a visitar una mina de oro en un pueblo cercano, y yo todavía no he superado el trauma de Potosí, pero me digo que no puedo pasar por Minas Gerais y no hacerle los honores a su tradicional industria. Así que al día siguiente, valientemente, me subo a un carrito operado electrónicamente (un considerable adelanto con respecto a Potosí), y me adentro en las fauces de este cerro, otrora abundantemente preñado de oro.
La vagoneta nos deja apenas a doscientos metros más abajo, en una espaciosa y aireada cueva iluminada, donde el guía nos va instruyendo sobre su historia. Un altar a uno de los dioses del Candomblé (culto criollo propio de Brasil) ofrece una versión bastante más inofensiva y benévola que el infernal "Tío" de Potosí.
El recorrido culmina en un hermoso lago subterráneo de aguas cristalinas, cuya transparencia podemos aprecial gracias a una luces en las paredes que lo iluminan. Se nos da permiso para bañarnos e incluso bucear, si nos apetece, pero hace demasiado frío aquí dentro y a lo máximo que llego es a meter los pies en el agua con mucho cuidado de no caerme, porque no me queda ya más ropa limpia y seca.
Salimos de la mina sin una necesidad particular de dar gracias por ver de nuevo la luz del sol, y caminamos los dos kilómetros que nos separan de Mariana, la ciudad más próxima, donde comemos.
En mis andanzas con la pareja observo su relación. Él es todo amor, y ella recibe las atenciones que él generosamente le brinda, como un derecho de nacimiento. No es que sea arrogante con él, ni que no le corresponda, simplemente se deja querer con una sonrisa, y como algo que le es propio. Me digo que algunas personas parecen haber nacido con esta capacidad de recibir amor y atenciones como algo natural. Otras, tenemos que aprenderlo a base de leer libritos de auto-ayuda de bolsillo, y de muchos desamores.
En el albergue me muestran en su ordenador algunas entrevistas que han llevado a cabo a distintos religiosos, para su blog sobre la fe. Me parece interesante, aunque, en mi agnosticismo, no me sugiere mucho a nivel personal. La verdadera lección de fe me la ofrecen, sin darse cuenta, de otro modo, uno mucho más práctico y cotidiano.
Me comentan que, antes de emprender su viaje, habían querido comprarse un móvil nuevo durante un tiempo, uno de última generación. Por supuesto, la tecnología punta se paga y ellos estaban ahorrando para su larga luna de miel, así que optaron por esperar a que alguien se lo regalase, hasta que esto, eventualmente, sucedió. Y así, me dijeron, hacían con muchas cosas.
Esto, para mí, es la verdadera fe. Y es algo que se experimenta, más que entenderse intelectualmente. Mi apredizaje de la fe se llevó a cabo en Australia, muchos años atrás, en que, por falta de dinero, me tocó recorrer el país (que es muy grande) con mi pareja en auto-stop. La primeras veces era un desastre, y a menudo teníamos que desistir y pagar un autobús porque nadie nos paraba. Una vez estuvimos diez horas en una gasolinera hasta que un camionero accedió a llevarnos. Hasta que inventamos un juego. A raíz de un hombre llamado Robert que habíamos conocido en un camping, y que nos había llevado en su coche a un parque nacional, decidimos llamar "Robert" a cualquier conductor que potencialmente pudiera llevarnos de un lugar a otro. Así, cuando nos instalábamos a la salida de un pueblo, en la carretera, esperando que alguien nos parase, empezábamos a hablar de Robert, con la certidumbre de que este iba a venir a buscarnos. Decíamos "Rober ya debe haber salido de casa", o "mira, aquel coche rojo de allí debe ser Robert". Era un juego, pero empezó a funcionar. Cada vez la espera era más corta, hasta el punto de que la última vez que hicimos auto-stop, apenas tuvimos que esperar un cuarto de hora. Y hacer auto-stop no es algo que se aprenda ya que tan sólo hay que plantarse en el borde de la carretera con el pulgar alzado, aquí la experiencia no cuenta. Es, realmente, una cuestión de fe, la fe entendida como un "saber" más que "esperar" que algo va a suceder. El problema es saber aplicarlo a todas las facetas de la vida, pero cuando eso se consigue, se entiende de verdad el dicho de que "la fe mueve montañas".
Y estos chicos, realmente conocen la fe y la practican, más de lo que se piensan ellos mismos.
Al día siguiente decidimos hacer otra excursión e ir a conocer la "Cachoeira das Andorinhas", en un parque nacional a unos pocos kilómetros, a pesar de las recomendaciones en contra de uno de los trabajadores del albergue. Por lo visto en este parque abundan los asaltos a los turistas, pero nos han dicho que la "cachoeira" o cascada vale la pena el riesgo, y decidimos ir, de todos modos, eso sí, desprovistos de nada que valga la pena robar y con el dinero justo.
Un autobús de línea nos deja en la entrada del parque, y el tendero de un barecito nos indica el camino. Empezamos a descender por un sendero entre matos, y ante nosotros se despliega un paisaje de montaña infinita. No tiene el dramatismo del altiplano boliviano, pero es mucho más frondoso. Buscamos la cascada y, a ratos, nos parece oír sonido de agua, pero no vemos nada. Encontramos un riachuelo, apenas un charquito en el suelo, y seguimos su rastro, que nos lleva hasta una esplanada donde se levanta un edificio nuevo. No tiene aspecto de vivienda, sino más bien de equipamiento municipal, y vemos salir de un coche aparcado en frente, a un grupo de personas. Caminan en nuestra dirección, también siguiendo el agua, y cuando nos alcanzan les preguntamos por la cascada. Uno de ellos nos dice que van hacia allí, que vayamos juntos. Se hace un breve silencio de incertidumbre en nosotros tres, que no le pasa inadvertido al que nos ha hablado, y nos dice que no temamos que él es el guarda forestal.
Realmente tiene aspecto de tal, por su atuendo, así que nos unimos al grupo. Y menos mal, ya que el guía nos lleva por un serpenteante camino hasta un agujero entre unas rocas, donde se esconde, como un templo secreto, la cascada. Nunca la hubiésemos encontrado por nosotros mismos, y hubiésemos regresado con la intriga de saber de dónde venía ese ruido de agua.
Así, inmiscuyéndonos en el discreto pasaje que forman las piedras hacia el interior de la montaña, descubrimos un pequeño lago formado por el agua que se precipita, en una estruendosa cascada, desde un agujero en el cielo de la cueva. Entran rayos de sol por diferentes y casuales aberturas entre las piedras, dándole a la estancia una iluminación casi mística. El agua está helada, pero me sumerjo en ella y siento que me renueva, como si de un telúrico bautizo se tratase.
No llevamos cámara de fotos, por si nos la robaban, pero tengo un pequeño teléfono móvil con el que alcanzo a registrar algunas imágenes de este momento y lugar.
Después de secarnos al sol en una roca, emprendemos el regreso, nos despedimos de nuestro improvisado grupo, y conseguimos llegar al albergue sin ser atracados, y con la energía de esa poderosa agua escondida, en nuestra piel.
Mis amigos se marchan un día antes que yo, y contemplamos un ocaso de despedida desde el balcón del albergue. Yo apuro aún un poco más la estancia. Podría quedarme un año aquí, entre calles de adoquines, iglesias y laderas empinadas, acompañando a las "namoradeiras" en el marco de una ventana. Sin embargo, debo seguir, aunque me doy cuenta de que estoy alargando mis estancias en los lugares, y me alegro de que mi alma y mi cuerpo me pidan, por fin, un poco de estabilidad.
jueves, 12 de julio de 2012
Corumbá
Por fin voy a subirme a un tren en Bolivia, experiencia
imprescindible en el paso por este país. Son casi veinticuatro horas desde
Santa Cruz hasta Puerto Quijarro, en la frontera con Brasil, y hay otras formas
de llegar, pero no puedo abandonar estas tierras sin realizar al menos un
trayecto en tan clásico medio de locomoción.
Así que me aseguro un buen lugar en la ventana, y me
dispongo a disfrutar del paisaje. Multitud de vendedores de comida y bebida nos
van abasteciendo a los viajeros de estación en estación, aunque para mí, aparte
de fruta, no hay muchas opciones ya que predominan los pinchos de pollo y
carne, pero me apaño con unas mandarinas y algo más.
Las primeras horas de viaje trascurren entre unos arbustos
altos que nos privan de vista alguna. Y las siguientes horas de viaje, también.
Hasta que cae la noche y ya no se ve nada, ni los arbustos. Mi gozo en un pozo,
atrás quedaron los fabulosos paisajes de montaña eterna que tanto disfruté en
las largas horas de autobús por el altiplano. Además, no hay cholitas con
gallinas en este tren, tópico pintoresco que cabría esperar y que le daría un
grado de interés al trayecto y algo que contar, sino bolivianos y extranjeros
con atuendos occidentales. Bueno, menos mal que en los trenes no me mareo al
leer, y echo mano de mi pequeño libro sobre hombres y mujeres cabronas que
tanto me instruye y me divierte. Además, el tren no va lleno y más tarde
encuentro dos anchos asientos donde acomodarme a dormir.
Al amanecer vuelvo a mi lugar en la ventana y compruebo que
seguimos atravesando el túnel de arbustos, así que entablo conversación con mi
compañera de asiento. Es peruana, muy joven, y va a Sao Paulo a hacer un
semestre de universidad. Ayer me fijé que leía un libro sobre formas modernas
de esclavitud, me dice que está estudiando comunicación y le pregunto sobre la
situación política de su país. Por supuesto, no tengo ni idea acerca del tema,
pero compruebo que ella, a pesar de su juventud, si. Me ofrece una disertación
ampliamente documentada y con todo lujo de detalles respecto a sucesos,
personajes, acuerdos y leyes de los últimos por lo menos diez años de Perú.
Quedo impresionada pero no sorprendida, ya que no es la primera veinteañera que
me encuentro en estas latitudes con semejante conocimiento. Y lo compruebo de
nuevo cuando entablo conversación con un trío de brasileños, también jóvenes,
durante las siete horas de cola que nos toca hacer para atravesar la
burocráticamente complicada frontera que separa Bolivia de Brasil, para lo cual nos marcan con un número, como si de carcelarios se tratase.
Son dos chicas y un chico, y mientras ellas buscan un lugar
donde ducharse, él me cuenta que pertenecen a una organización activista de
concienciación política, por lo que pregunto sobre la situación socio-económica
de su país. Y el chico confirma mis sospechas de que ese crecimiento desbordado
que tanto proclaman los brasileños de cara a occidente, es relativo. Cuando
llegué a Bahía, hace ya más de dos meses, pude percibir que las calles no
estaban, de repente, asfaltadas en oro. Sólo que todo era ridículamente caro.
Alex, en Sao Paulo, ya me comentó que en realidad la gente estaba viviendo de
crédito, la misma quimera por la que los europeos hemos pasado estos últimos
años. Y ahora este chico me cuenta que este posicionamiento como quinta
potencia mundial, en el que su ubica Brasil, está basado en el P.I.B., lo cual
no se refleja necesariamente en la calidad de vida y de empleo de los
ciudadanos. Yo desconozco los entresijos y secretos de la maquinaria económica,
pero lo que me pregunto es si quiero montar un negocio en un país donde los
precios se han quintuplicado, pero las aceras siguen mal asfaltadas, los
autobuses son igual de precarios que hace diez años, sigue habiendo niños que
duermen en las calles y extrema corrupción.
Mientras reflexiono acerca de todo esto, la escena me ofrece
un drástico contraste a toda esta conciencia política y sabiduría de la
juventud latinoamericana. Delante de mí, en la eterna fila entre fronteras, una
joven pareja espera su turno. Llevan dos niños, uno de unos cuatro años y el
otro a cuello, ambos con camisetas del Barça. Ni siquiera sabía que hubiese
tallas tan pequeñas de las costosas camisetas del equipo de mi ciudad,
particularmente en un lugar como Bolivia, donde a veces es difícil encontrar
papel higiénico en los servicios. Charlo un poco con la chica, le pregunto la
edad de sus niños, y sus nombres, y me dice que el pequeño se llama Lionel.
Bueno, serán preconceptos, quizás si mi nuevo amigo activista me hubiese
contado que tiene un hijo llamado Stalin, también me hubiese parecido grave.
Una vez en Brasil, me despido de mis nuevos amigos, que
siguen su viaje, intercambiamos mails, y el chico insiste en que le llame
cuando llegue a Belô Horizonte, que me quede en su casa, que me enseñará la
ciudad y los alrededores. Qué bien, pienso, y me voy al albergue con piscina
que tanto he anhelado desde que lo vi en la guía.
Después de una noche de buen descanso, compruebo con placer
que las nubes que ayer cubrían el cielo se han levantado, dejando paso a un
alegre sol. Y tras un par de gestiones en el pueblo (cambio de dinero y
consulta de horarios en la terminal) me dispongo a disfrutar de una soleada
mañana en la piscina. Enfundada en el bikini que lleva dos meses sin salir de
la mochila, y envuelta en el pareo que me ha servido de bufanda todo este
tiempo, me voy hacia las tumbonas al lado de la piscina, junto a la cual hay
un grupo de brasileños bebiendo cerveza, y ninguna chica. Me corta un poco el
rollo, pero no voy a renunciar a tomar el sol, aunque mejor me abstengo de
hacer top-less. Porque en este país, donde es perfectamente correcto calzarse
el más minúsculo tanga que deje al descubierto libremente la mayor opulencia de
unas posaderas, mostrar los pechos es, en cambio, terriblemente inmoral y
motivo de multa.
Así que paso sin poder evitarlo por delante de los chicos, a
los cuales saludo con un escueto “bom dia”, me acomodo en la tumbona, y en
breve tengo a un par de ellos encima. Como se que no me van a dejar en paz, a
no ser que me ponga borde, decido aprovechar la ocasión para poner en práctica
la teoría aprendida en mi librito rosa. Se acercan, me hablan, chapotean a mi
vera, hacen bromas para llamar mi atención, y yo les sonrío pero me concentro
en mi escritura, lo cual sólo los provoca más, y se sientan en la tumbona de al
lado. Me preguntan si estoy casada, me invitan a cerveza, me invitan a salir
por la tarde, pero yo me limito a responder apenas con monosílabos, aceptar una
(y sólo una) de sus cervezas, y seguir escribiendo. Me río por dentro al verles
revolotear a mi alrededor como moscas sobre un indiferente pastel, pero
sospecho que si alguno de ellos me interesase lo más mínimo, no sería capaz de
mantener tan frívola compostura. Y me digo que en el arte de la seducción estoy
en bragas (quizás porque en mi anterior reencarnación fui un monje o algo así)
y que mi única arma es la espontaneidad, cuando esta funciona.
Por la tarde los esquivo y me voy sola al embarcadero, el
cual me ofrece un paisaje de río
americano de interior por donde casi puedo ver un barco de vapor navegar, y a
Tom Sawyer corriendo por la orilla, lo cual me inspira para seguir escribiendo.
Y por la noche emprendo una nueva y larga travesía hacia el corazón de Brasil.
martes, 10 de abril de 2012
Santa Cruz
A las siete de la mañana, con las calles recién puestas y
los negocios todavía cerrados, Santa Cruz me intimida un poco. Seguramente esté
sugestionada por lo que algunas malas lenguas me contaron sobre la peligrosidad
de esta ciudad ya que, tal y como la recorro, mochila a cuestas, buscando el
albergue, me parece muy linda y tranquila, no tanto como Sucre, pero con una
peculiar combinación de edificios que la debaten entre lo moderno y lo
colonial. Después de una restauradora siesta matutina (deliciosa modalidad),
salgo a explorarla, y a esta hora, mediodía, no hay nada en ella que pueda
asustarme. Al contrario, su cálido clima me abraza, confortándome después de
todo el frío pasado aquí en Bolivia.
Tengo pensado dedicarle tan sólo un par de días a Santa
Cruz, antes de subirme al tren que me llevará a la frontera con Brasil, y mi
plan se confirma cuando en la oficina de turismo me informan que ni excursiones
ni visitas a minas o volcanes se organizan desde aquí. Lo más típico es desplazarse
hasta Vallegrande para visitar la tumba del Che, pero eso implica un viaje de
varios días, hasta Samaipata y luego buscar un grupo allí. Todo esto explica que tan
sólo haya tres albergues de mochileros en toda la ciudad: uno muy lejos del
centro, otro, en el que estoy yo, que en realidad es una pensioncilla, y otro,
muy bonito, cerca de la Plaza
24 de Septiembre de puro estilo colonial, que fue el primer hotel de la ciudad. Este es casi
tres veces más caro que el que me aloja esta noche, pero me digo que quiero
despedirme de Bolivia a lo grande, y decido trasladarme allí al día siguiente.
Llego justo después del desayuno, me instalo y exploro este
acogedor lugar. Para mi alegría, me encuentro por primera vez en muchas semanas
con un lavabo y ducha como yo los entiendo. La cisterna funciona, hay papel,
hay pestillo, y está muy limpio. Gloria bendita después de tanto tiempo
haciendo malabarismos en los diferentes servicios, en mejores o peores
condiciones, que he usado últimamente.
Pero la mayor sorpresa me la da un hermoso y colorido tucán
vivo, que merodea por el patio, y el que si se le acaricia el plumaje azul bajo
el pico, se encarama en tu brazo. Me asusta un poco su enorme y sólido pico
amarillo, pero un chico español que juega con él, me asegura que no es
agresivo. Hago migas con Simón, el tucán, y posamos juntos ante la cámara para
inmortalizar nuestra amistad.
En este albergue-oasis, me encuentro además con otro
personaje interesante. Se trata de una chica argentina con la que comparto
dormitorio, y que está pasando aquí unos días antes de encontrarse con su novio
para ir juntos a Samaipata Es pintora, trabaja también con arte-terapia y eso nos da
terreno común sobre el que hablar durante un buen rato. Tiene una aura muy
femenino y tranquilo, esta chica, no habla demasiado, pero lo que dice es
contundente, y mientras preparo la cena para las dos (soy una persona generosa,
pero además tengo que gastar la comida que me queda), ella me compensa
enseñándome los pases básicos del masaje Metamórfico (asociado a la
reflexoterapia podal) en un plis. Charlamos y le pregunto si vive con su novio.
Me dice que no, que le gusta despertarse sola, y que además, trabaja en su casa
pintando, y necesita su espacio. Me lo dice sin triunfalismos de chica
independiente, sino con la calma que la caracteriza. Me acuerdo de mi reciente
experiencia en Sucre en el terreno amoroso, y del aprendizaje que supuso en
cuanto a no perder el norte por nadie, y miro a esta chica tan Yin delante de
mí, contándome lo mismo con una dulce sonrisa, como un ejemplo viviente que me
manda el Universo para que vea lo que la teoría del libro puede ser en la
práctica.
Ayer, cuando exploré la ciudad, descubrí que esta tiene una
interesante oferta cultural. Fui a un par de exposiciones en el Centro de
Cultura Contemporánea, y a otra en la calle, fui al cine, y me invitaron a la presentación
de un libro hoy, pero no podré ir porque a la misma hora, en el patio de un
barecito hacen cine a la fresca. Mi amiga argentina se apunta y vamos las dos a
ver la peli, se trata de “El niño del pijama de rayas”. Menos mal que me sabía
el final, aunque no la había visto, porque es un considerable drama sobre el
holocausto Nazi. Las películas sobre este tema siempre me han resultado
particularmente dolorosas, hasta el punto de que tardé años en ver “La lista de
Schlinder” después de su estreno, y no he querido ver nunca “La vida es bella”,
aunque todos dicen que es muy buena. Pero hoy no tenemos alternativa y vemos
esta adaptación al cine de la homónima novela. Salimos de allí con el pecho
encogido, y sólo la bonita noche de Santa Cruz consigue cambiarnos un poco el
humor antes de acostarnos.
A la mañana siguiente, muy temprano, un barullo de gente nos
despierta. Oigo a mi amiga abrir la puerta de la habitación, que da al patio,
para pedir a los de afuera que se callen, pero no funciona. Así que, al cabo de
unos minutos, me levanto yo, y les pido de nuevo a quién quiera que sea esta
gente, que por favor bajen el tono de voz, que estamos durmiendo. Pero no tengo
más suerte, y el jaleo continúa un buen rato. Es más, los oímos desayunar,
aunque no es la hora todavía, hablar, reír, deambular arriba y abajo por el patio,
hasta que bastante más tarde, se hace el silencio. Cuando nos levantamos
nosotras, de mal humor, los trabajadores del albergue nos dicen que son un
grupo de israelitas, que han llegado temprano.
Ya me he topado con varios grupos de israelitas a lo largo
del viaje. Se distinguen fácilmente, ya que viajan en comitivas numerosas, son
jóvenes, altos, delgados, modernos y muy guapos. Cuando los veo en las
estaciones, sentados en grupo esperando el bus, me parece que estén posando
para un anuncio de Tommy. Pero también les distingue su arrogancia, y una
actitud de triunfadores diferente a la de los porteños (habitantes de Buenos
Aires, que también tienen fama de guapos y de creídos), ya que estos últimos
siempre tienen un punto simpático y guasón. Los he visto negociar abusivamente con los bolivianos (que son lo opuesto a ellos) y su actitud de comerse el mundo me asusta un poco, porque apuesto a que se
creen capaces de hacerlo, literalmente.
A mí, que me interrumpan el sueño es algo que me molesta
sobremanera, y la falta de respeto todavía más, así que siento de repente una intensa hostilidad
hacia este nuevo grupo en el albergue, que se hace extensiva a todo el
colectivo israelita en general. ¿Quién se piensan que son? Cuando, en el desayuno, comentamos lo sucedido alguien
sugiere que parece que se sientan inmunes a todo, ya que el mundo está en deuda
con ellos por lo del Holocausto. Son las víctimas de la historia, el pueblo eternamente
perseguido, y nadie puede decirles nada. Pero a mí me entran de repente unas
ganas irresistibles de, ahora que están durmiendo, entrar sigilosamente en su
habitación, esparcir polvos pica-pica en el aire, salir corriendo y dejarlos
encerrados.
Y de repente me doy cuenta, horrorizada, de la Nazi que hay en mí. La imagen
de encerrarlos en un cuarto regado de polvos pica-pica se solapa, en mi mente,
con una de las últimas escenas de la película de anoche (que tanto me conmovió),
en que un grupo de judíos es encerrado en un cuarto, y un oficial alemán, protegido
con una máscara de gas, les echa unos siniestros y fatales polvos negros
desde una ventana en el techo de la estancia.
Me acuerdo, entristecida, de la frase de Gandhi: “ojo por
ojo, y el mundo acabará ciego”, y me digo que todos, no sólo ellos, debemos
entender esto, y entenderlo con profundidad, si es que aspiramos a un mundo
mejor.
Desisto, pues, de mi plan terrorista de los polvos
pica-pica, me despido de Simón, de mi dulce amiga argentina, de Santa Cruz y de
Bolivia, y me dirijo a la estación donde me espera el tren que me llevará, finalmente,
al verano.
lunes, 19 de marzo de 2012
Sucre
Una
vegetación más profusa, que rellena el paisaje que recorre el bus, me dice que
hemos abandonado la cima del altiplano donde, por mucho tiempo, el árbol más
alto que vi no sobrepasaba mi estatura, que no es mucha. El sol, alegre,
ilumina el armonioso conjunto de casas blancas de estilo colonial que hacen de
esta ciudad la más linda y limpia que he visto en Bolivia, además de calentar
bastante más de lo que he experimentado hasta ahora en este país. Y cuando me
apeo en la terminal y cargo la mochila, percibo que ya no me ahogo al caminar.
Además, mis intestinos están tranquilos.
Y entro en
una bohemia rutina que quisiera durase toda la vida. Por las mañanas me levanto
sobre las nueve, me preparo un desayuno de yogur con avena y banana, y una taza
de té verde (ya no podía más con el pan con mantequilla y mermelada de los
albergues), y me siento en la balconada a escribir. A media mañana salgo a
comprar en el colorido y aromático mercado, amalgamándome en el ir y venir de
gentes, donde almuerzo, codo con codo, con los lugareños. Por la tarde visito
las muchas atracciones turísticas de esta ciudad: museos, sedimento de huellas
de dinosaurios, el Palacio de los Príncipes de Sucre, el increíble cementerio o
el mercado campesino. Y por la noche me encuentro con mi novio. Si tuviese
amigos y otro quehacer aparte de escribir, como un voluntariado por ejemplo,
podría quedarme mucho tiempo aquí. Y me propongo que mi vida culmine, en algún
momento, en una dinámica tan placentera como esta. Pero también sucede algo
curioso en estos días de vida en el limbo. Un matrimonio de jóvenes amish,
ataviados con sus tradicionales ropas sin cremalleras, se instala en una de las
habitaciones de la planta baja. Mientras el hombre trastea en el cuarto, la
mujer espera sentada en un banco en el patio, al lado de la cocina. Paso por
delante y los saludo. Él responde, pero ella no, sino que me mira fijamente,
con unos inquisitivos ojos azules que no me abandonan en todo el trayecto a
través del patio, escaleras arriba y por el balcón, hasta que llego a mi
cuarto. Yo pienso que ella es una reprimida y ella debe pensar que yo soy una
fresca. Quizás ninguna de las dos tenga razón, pero su penetrante mirada me
produce una sensación de miedo e incluso vergüenza, como si la voz de la
consciencia me estuviese juzgando por estar haciendo algo malo.
Todo ello
me pone de muy buen humor, así que me engalano con mi vestido más colorido y
salgo, contenta, a corretear por las calles de Sucre, como ratón que descubre,
de pronto, un hermoso e inexplorado queso.
Después de
varias vueltas, llego al mirador de La Recoleta en un alto, justo a tiempo de
contemplar, con otros turistas, una espectacular puesta de sol. Estoy
concentrada, apuntando con mi cámara este mágico momento, cuando una voz a mi
lado me pregunta, en inglés, si soy de un país europeo. Alcanzo a disparar a mi
presa, el ocaso, y encerrarla en la jaula virtual de una tarjeta de memoria, y
me giro a ver quién me habla, al tiempo que le digo que si, que de Barcelona. Es
un chico boliviano, de gafitas, que sostiene en la mano un libro en lengua
sajona repleto de anotaciones en bolígrafo. Me comenta que viene a La Recoleta a practicar
inglés con los turistas, por lo que, aun siendo el español la lengua materna de
ambos, seguimos hablando en el idioma de Micky Mouse, que nos une a todos.
Es
agradable, reímos, y se ofrece a mostrarme la ciudad. Mi escaneo femenino,
además, da resultados positivos y me digo que no estará mal tener un guía tan
mono durante unos días. Así que al día siguiente por la tarde me regala una
privilegiada ruta turística por las diferentes plazas, edificios históricos,
parques y callejuelas de este maravilloso lugar, cuyas historias y leyendas,
este chico se sabe de memoria, con todo lujo de detalles, ya que por lo visto
ha estudiado turismo.
Resulta
que, para mi sorpresa, Sucre es la capital de Bolivia, y no La Paz , aunque toda la actividad
económica se desarrolle más en esta última. E, históricamente tiene sentido,
por la proximidad de Sucre con Potosí, de donde se sacaba el dinero. Me entero
que la ciudad tiene otros tres nombres (Chuquicasa, Charcas y La Plata ), y que el actual se
lo debe al Gral. Sucre, brazo derecho de Simón Bolivar, el libertador del eje
andino. Me habla de los héroes de la revolución y de la independencia, cada uno
de los cuales cuenta con su estatua en alguna plaza, e incluso de una memorable
heroína, Juana Azurduy de Padilla, que lideró batallas, perdió a su esposo y a
sus cuatro hijos en la guerra, y a quien el reconocimiento le llegó tarde, ya
que murió en el olvido.
Me fascina
la capacidad de este chico de recordar fechas, nombres y lugares, y sospecho
que ha hecho este recorrido multitud de veces con multitud de turistas como yo.
Se me antoja como un peculiar formato de gigoló culturizado, la antítesis del
“latin lover”, y por ello más seductor. Pero lo que más me fascina es su
capacidad de convencer, de la manera más sutil, a los militares que custodian
la entrada de algunos edificios oficiales, para que nos dejen pasar a estancias
donde no deberíamos estar. Lo hace sin esfuerzo, simplemente insistiendo de
manera dulce, e ignorando el agrio “NO” con que de entrada nos reciben estos
representantes de la ley, hasta que, sin saber cómo, nos encontramos dentro. Le
pregunto si es un “Jedi”, pero creo que no entiende el chiste, y me digo que
voy a tener que ir con mucho cuidado con este chico, porque tiene el poder de
llegar donde quiere.
Tal y como
nos vamos familiarizando el uno con el otro, me confiesa sus devaneos con las visitantes,
y me lo cuenta en tal tono de complicidad que acabo pensando que me ha colocado
en la categoría de “compinche-turista”, más que
“turista-que-me-voy-a-llevar-a-la-cama”. Me resulta inusual y sincero, y pienso
que al fin y al cabo no es sólo un gigoló culto. Pero mis ingenuas teorías
sobre las castas intenciones de este chico se van al traste cuando, por la
noche, delante de una cerveza, me pide un beso. Y así empieza nuestro pequeño
idilio.
Al día
siguiente yo ya he abandonado el albergue donde me hospedaba (y donde no había
privacidad ninguna) y me he instalado en un bonito cuarto de hostal, que da a
un patio tranquilo y soleado, donde inmediatamente me siento como en casa. Mi
nuevo novio, que se conoce al dedillo todos los hostales, albergues, hoteles y
alojamientos de turistas de esta ciudad, me comunica que en este no se aceptan
invitados, él lo sabe bien. Sin embargo, cuando llegamos de tardecita a mi
nueva morada (ya que hoy no hay planes turísticos, sino de otro tipo), consigue
colarse dentro sin ser visto, usando una vez más sus poderes de Jedi. Mientras
atravesamos los dos patios y subimos las escaleras hasta la balconada por donde
se entra a mi cuarto, siento mi corazón latir fuerte, de nervios, y decido que
si nos pillan diré que es mi profesor particular de Quechua. Pero no nos
pillan, y cerramos la puerta de mi cuarto por dentro, para entregarnos con
placer a las clases de este delicioso idioma nativo que se usa en Bolivia… y en
el resto del mundo.
Durante
unos días vivo un noviazgo adolescente en toda regla, incluyendo los paseos cogidos de la
mano, los besos en el banco de un parque, y la despedida nocturna en la puerta
de mi hostal. Me parece hasta cómico, y si fuese un poco más cínica podría fácilmente convertir esto en una parodia del amor, ya que es obvio que no hay nada romántico entre nosotros. Quizás por ello, mi entusiasmo inicial dura poco y pronto empiezo a sentirme sola y a
echar en falta amigos, a pesar de tener una "relación". Es extraño, me
sentía menos sola cuando no tenía ni novio ni amigos. Pero la compañía de alguien
que no te llena lo que se supone que te tiene que llenar, no es más que otra
forma de soledad. Por su parte, creo que la rapidez de la conquista y mi pronta
disposición a cambiarme de alojamiento para facilitar las cosas, le han bajado
un poco el interés. Además de que, cuando me ofrece un masaje erótico-místico con música New Age boliviana (si, existe), y estimulación de los sentidos con la exígua fragancia de una rosa y el cosquilleo de un pincel, lejos de excitarme, me da por reír, lo cual a él no le hace ninguna gracia. Así que al cabo de unos días siento el ambiente enrarecido y que
ninguno de los dos tiene muchas ganas de llevar las cosas más allá. Además, las
clases de quechua se han vuelto aburridas, sólo habla él. Me planteo decirle
que sigamos como amigos o que lo dejemos estar, pero es viernes, hemos quedado
esta noche para ir a bailar salsa, y no me lo quiero perder, al fin y al cabo,
me voy en unos días. Más tarde, compruebo que él pensaba lo mismo que yo, pero
que no le importa tanto perderse la noche de salsa, ya que no se presenta a la
cita.
Por mucho
que mi corazón no se haya visto muy afectado por este desplante, mi ego
femenino si. Vuelvo a la habitación, indignadísima, a lamerme las heridas, que
no son más que un recordatorio de heridas mucho más profundas, mientras me
pregunto qué es lo que el Universo intenta enseñarme con esta experiencia.
Este, al día siguiente, me responde con un libro del tipo “autoayuda”
(literatura que consumí en dosis masivas en un momento de mi vida, pero que
ahora creía superada), que a pesar de su dudoso aspecto, resulta ser una fuente
de sabiduría e iluminación, en clave de humor, respecto al tema de las
relaciones parejiles. Devoro este libro, que se convierte en mi Biblia para el
resto del viaje, y en él encuentro respuestas a una gran pregunta en mi vida:
¿por qué soy incapaz de consolidar una relación de pareja?
El librito
habla de la tendencia de muchas mujeres a entregarse demasiado pronto a una
relación y de hacer de esta el eje de sus vidas. Habla de cómo perdemos el
norte, abandonando amigos, hobbies, e incluso carreras, cuando nos enamoramos o
simplemente cuando un hombre entra en nuestras vidas. De cómo pasamos de ser
las amadas a ser las desesperadas amantes que acaban presenciando cómo el
interés inicial del hombre se convierte en indiferencia. Y de cómo el error
estriba en dejar de satisfacerse a una misma para empezar a satisfacer a otros.
Me identifico plenamente con las situaciones que cómicamente va describiendo el
libro y me acuerdo de la amish, y de cómo me sentí juzgada ante una mujer cuya
sumisión al hombre es total, pero a quien no abandonan un viernes por la noche,
ya que se entregó a cambio de unas condiciones muy claras y de un compromiso
muy firme por parte de él.
No es que
quiera convertirme en amish, pero ya hace tiempo que llegué a la conclusión de
que la liberación sexual femenina es un arma de doble filo, y que hemos pasado
de la represión total a la total banalización del sexo, cuando para la mayoría
de las mujeres, el sexo no es algo banal. Puede que no esté ligado siempre al
amor, pero sí a la dignidad como mujer y al respeto por una misma, por lo que
no debería canjearse por unas migajas de atención, como una moneda desvalorizada,
sino disfrutarse entre dos (o tres, o más) cuando el otro lo valore y la
ocasión lo merezca. De todo lo cual deduzco al fin que, para mejorar las
relaciones de pareja, lo que más debe trabajarse una mujer es la autoestima. O sea que todo va a parar, al fin y al cabo, a la única y verdadera fuente de sanación que no es otra que el amor, empezando por el amor a uno mismo. Lo
de ir cada semana a la peluquería o dominar el kama-sutra, es algo secundario.
Decido
quedarme en Sucre hasta el lunes, como tenía planeado, a pesar de todo, ya que
el domingo hay una feria de artesanos en Tarabuco, a unos kilómetros de aquí, y
quiero ir. Continúo disfrutando de mi rutina de artista pobre del siglo XIX en
el cuartito del hostal, los días que me quedan, y decido que si me encuentro
por la calle a mi “ex” haré ver que me alegro mucho de verle y le diré, con voz
de pena y de culpa, que lo siento terriblemente, que me perdone, pero el
viernes no pude ir a la cita porque me salió otro plan, y no tuve dónde
avisarle.
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